25 agosto 2008

Casa


Me intriga Salvador, el niño que contemplaba asombrado la caótica actividad de las hormigas un instante antes de aplastarlas concienzudamente con una piedra. Así es la vida. Un día apareció a mi resguardo, no recuerdo cuanto tiempo hace, con alguna de sus múltiples teorías. Aparece y desaparece desde entonces como el pulso en las sienes cuando los pulmones no dan abasto con el oxigeno que filtran del aire, de sopetón. Este es el encanto que tiene lo de las emociones.

Leo hoy en una entrevista a Benicio del Toro, (vaya nombrecito), que se preparó con rigor el papel para encarnar al Che en la pantalla. El actor o el narrador parece que deban documentarse a fondo para ser fieles a los personajes que interpretan, ellos deben saber bien a que fidelidad se refieren. La mía con Salvador responde a imágenes fugaces y también a las cavilaciones que me obligan sus inapelables visitas. El manejo de documentos pienso, no descubre otra cosa que la química de nuestros propios sentimientos cuando mezclan interesados con historias ajenas.

Voy al trote a casa para comer. A mi lado anda Salvador con el trato árido que le obliga la penuria de tiempo. Voy andando galopando con un Salvador despistado que me deja sin comerlo ni beberlo sin casa, me induce pues a recapacitar mas tarde sobre esta necesidad imperiosa que a veces nos ocupa, de conquistar espacios íntimos, de uso estrictamente particular, lugares donde nos sintamos a salvo.

Recuerdo el día en que aterrado después de ver un documental sobre un pueblo inundado por un pantano, Salvador, me participó del vértigo asociado a aquella pérdida que sentía como irreparable. Anegadas sus casas, los recuerdos, las vivencias, dolía el silencio y la tristeza de unas desamparadas familias mirando compungidas el agua estancada. Una mar que seguro, sentían como cementerio marinero.

Podría pedirle el texto de lo que hace tiempo me dictó para documentar su teoría sobre la casa, aunque para qué lo quiero, si recuerdo lo que decía con la engañosa precisión que guarda la memoria. Andaba la cosa por una casa donde la cotidiana monotonía permitiera meditar sin sobresaltos, sin la atención distraída en los menesteres que nos acucian en la calle. Tenía la idea que a una casa se le ha de exigir aquel tipo de comodidad que el hábito vuelve invisible y su ficticia desaparición sirva para reflexionar sin apremios. La casa sería como el sueño que repara de la vigilia, un lugar para valorar las luchas que entablamos en la intemperie, libres de las cargas emocionales con que nos turba la acción. Era la casa que le cubría en aquel tiempo sus necesidades.

Ahora Salvador tiene muchas casas que contar y teorías que ya no le cumplen la función encomendada.

***

El niño seguía con absorta atención la guerra que desvelaba a ratos y a cachos el padre, como el tiempo aquel que contaba, levantaba sin desmayo ni futuro en cada trinchera, espacio de acogida, cubículo donde dormir y eludir sorpresas y asperezas climáticas. Alimentando esta fantasía la cama le servía como casa, y la sabana, cubriéndole la cabeza, era el techo de la barraca. Le guardaba aquel lecho protector, convertido en casa, de los monstruos que acechan sin desmayo y al amparo de la noche las mentes infantiles.

Puestos a buscar casa, me susurra, elijo con preferencia el terrado donde subía de niño huyendo del rigor de la disciplina familiar. Mi reino era un caos de tejados quejumbrosos poblados de avispas, el cielo y un laberinto de cegadoras sábanas blancas oreándose al sol y si no, bajaba brincando por la escalera, cinco pisos para abajo y salía con espíritu franco a la luminosa plaza de tierra que era toda mía, tan mía como nunca lo fue nada tanto en parte alguna.

Expulsado con suavidad y sin descuido de las casas familiares, y de la plácida niñez, la calle se vuelve habitáculo y las casas de los amigos, y la de los conocidos o la de cualquiera que te tolere y el mismo cielo, espacio íntimo. Casa es el mundo entero. Allá donde te hospedas está tu casa, aunque luego, sin apenas voluntad ni decisión, acabes abrazando el cálido gozo que sirve unos generosos brazos. Arrumacos que te arriman y anclan, perdida la noción del tiempo, del espacio y cegada la razón, en la imperceptible y lenta elaboración del núcleo germinal de otra familia, de otra casa.

Al paso del tiempo cuentan nos espera, que el mismo mundo que adecuamos con pasión a nuestra conveniencia nos reviente la morada. Nada entiendes, desaparece sin arte de magia el paisaje donde, a gusto o a disgusto, se orquestó la función que protagonizaste y te encuentras buscando casa en la inconmensurable geografía de la infancia, donde el sueño de futuro resulta siempre inagotable.

2 comentarios:

alida dijo...

Magnifico contenido, el último párrafo dice tanto
Excelente imagen me gusto muchísimo
Un abrazo

Índigo dijo...

Magnífica entrada; me repito, pero así es.
Leí por ahí, nunca recuerdo dónde, que el hombre joven ama a las mujeres; el adulto maduro, ama las artes y el anciano, ama su casa. Y su jardín, añado.
Un beso