Se puede
vivir y de hecho vivimos; a menudo sin que seamos conscientes de
ello; en un orden preestablecido, acomodados sin conflicto a un
rosario de verdades impuestas de antemano, porqué si una cosa de
cierto tiene la verdad es que sólo se manifiesta dentro de un
estricto orden.
Si, se
puede vivir sin cuestionar nada, con absoluto convencimiento de lo
que es correcto e incorrecto y seguir hasta la muerte sin problema al
amparo de esta realidad. Puede que este sea el estado perfecto,
accesible sólo para aquellos que adoptan las directrices que cada
orden impone y aceptan como señuelo una felicidad emboscada en
feroces cajas cerradas, en burbujas perfectas. Así que, sin orden no
hay verdades, que aunque sólo sea por eliminación, la verdad no
encaja en el disperso y polifacético desorden.
El
problema lo tendrán pues aquellos que exijan a las verdades que
cumplan con su cometido, que así como ocurre con los rostros, no hay
verdad que aguante sin merma una mirada inquisidora. Los
especuladores listillos, al perder pie, se enfrentan aterrados a su
drástica soledad. Los audaces pobres diablos, sin posibilidad de recuperar
el tono perdido, se ven forzados a buscar consuelo discurriendo
fantasías con verdades elaboradas fuera de los corsés establecidos,
verdades que defenderán en conflicto con las gozosamente asentadas.
Este tributo les descarta para acceder a la felicidad que pueden
disfrutar los acólitos y, como todo proscrito, buscarán
satisfacción en minar el prestigio de esta felicidad inmediata con
vagas promesas de una utópica felicidad futura. La exigencia extrema
bautiza estos avatares como progreso cuando no son más que pasos sin
rumbo de quien perdió la inocencia y por tanto la posibilidad de ser
auténticamente feliz.
Esta es la
mecánica y también un cuento chino, pues si bien no parece que
pueda funcionar una sociedad sin verdades incuestionables, los
individuos lucimos sin problemas extremas contradicciones, un pie en
cada verdad, esperando siempre que luzca el sol para arañar una
pizca de felicidad de donde sea, pues, descubierto el truco, no queda
otro remedio que hacerse continuamente el loco o serlo.