19 noviembre 2011

Credo


Un buen número de sábados escucho el concierto de la dos desde la cama. Hoy tuve el gusto de oír la Misa en Do Mayor Opus 86 de Ludwig van Beethoven. En el Credo se me fue la olla, que caí en la cuenta que una de las coletillas que más me cuesta eludir al escribir es el: creo que... o el más humilde y de mi gusto: pienso que... que uso en detrimento del (me parece algo engreído): opino que... aunque si de lo que se trata es de gustos mi preferido es el romántico, siento que..., de íntimo y arrebatado trance. En fin, necesitamos creer, pensar, parecer, opinar, sentir, para ocupar un lugar en el mundo desde el orgullo o desde la humildad. Pensaba luego que igual, lo que más caracteriza el arte contemporáneo es que descubrió el hipnótico atractivo del marco hasta abusar de su facultad de reclamo, que poner un marco y empezar a creer en la oportunidad de su contenido es lo mismo, condición que explota hasta la náusea el moderno marketing. Hace ya muchos días que merodeo los límites, sean el marco o el horizonte que me veo obligado a dibujar para sobrevivir, así es que en mi deriva de aquí para allá con el Credo de Beethoven de fondo, eso de tener que creer para ser, llegué a imaginar... imaginé, que bonito imaginar, dejarse llevar, volar sin corsés ni objetivos. Pues sí, llegué a imaginar y recordé que en nuestro camino evolutivo, en los episodios que la ciencia no consigue rellenar con irrebatibles certezas, elaboramos fantasiosas teorías sobre la relevante importancia del cerebro, o de las manos, o de la nutrición, o del andar erguidos, o del habla... o últimamente de la trascendencia que tuvo el arte para llegar donde llegamos. No quiero contar lo que opino sobre las teatrales representaciones de los cromañones pintando sobre la roca ni las variopintas elucubraciones sobre su función que en general me hacen sentir vergüenza ajena, lo que no me impide insistir en lo mismo, pasar el testigo y poner desde hoy mismo por encima de muchas de estas vanas consideraciones la capacidad de imaginar como la herramienta definitiva y única, un lujo que nos lleva a representar infinitos mundos en los que creer y en la subsiguiente y maravillosa sensación cuando creemos poder, de propina, hacer que existan, que sean por arte de birlibirloque.

05 noviembre 2011

Justificaciones


Hace tiempo leía las novelas de corrido, las peripecias de los relatos me absorbían tanto que no tenía ánimo para atender en como me subyugaban. Leía porqué me gustaba y también porqué era una distracción perfecta para llenar los tiempos de asueto. Me gustaba tanto que empecé a dejar de hacer para leer. Resumiendo, era el lector perfecto, el que habría de desear cualquier novelista que no sea memo. Algo debió quedar en mi dispersa atención de aquellas superficiales y muy placenteras lecturas. No usaba el diccionario, si alguna palabra no entendía, el contexto me la aclaraba y si no, daba lo mismo, que por muy puntilloso que seas, unas cuantas palabras, en una novela entera, en poco han de variar el sentido del relato. Aún me cuesta coger el diccionario, Marta lo consigue porqué es capaz de picar mi curiosidad, cosa que le agradezco, aunque no es por el atractivo de encontrar palabras raras por lo que la leo sino porqué sigo apreciando el relato puro, me interesa lo que cuenta, aunque ahora también celebro la manera de contarlo.


Mi instinto competitivo es precario, no sé si por falta de carácter o porqué soy corto, o cobarde, o por simple comodidad, o sea que mejor no entro en polémicas. También me cargan, aunque insista, estos emborronados balances donde dirimo tristes justificaciones. Estoy en que no merezco caridad que sé lo que cuesta hacer bien las cosas, así es que me guardo de la ambición, que con el elemental nivel de lo que hago no me da ni para satisfacer los despojos de mi naufragado orgullo. Ahora, en todo el mundo, alrededor, proliferan los humanos todoterrenos que sirven tanto para un fregado como para un barrido y no me parece nada mal, es mas, me parece ideal que nos atrevamos con todo, tengo la seguridad que una sociedad con un mayor peso de los artistas no sería la misma que la que nos toca sufrir con tanto egoísta y plano especulador. En particular, me cuesta un montón escribir y con la idea de que se me entienda, pico mucha piedra y pocas veces me contenta el discurso, claro que antes, habría de centrarme en lo que voy a contar, que esta es otra, que cuando lo intuyo, con el esfuerzo de ponerle solfa me vence con tanta facilidad el despiste que derivo a menudo hacia geografías no previstas, en general miserias que me asolan, que vaya cruz para cualquier lector, que la mayoría de las veces escribo como pinto, sin saber muy bien hacia donde me llevará la pluma, pero sin la ayuda del poco oficio que tengo con el lápiz.


El otro día topé con un reportaje donde un periodista en plan detective, intentaba seguir las misteriosas pistas de los magnates rusos que se dedican a traficar, como no, también con arte. No creo que los eslavos difieran de los ricos de cualquier otra raza o nacionalidad en trance de especular con el selecto hobbie. Reconozco que es de simple que me irrite ver como se veneran artistas que pasaron la vida en la indigencia, no tiene remedio, pero mas me ofende que se confunda capacidad adquisitiva con gusto. El periodista del reportaje televisivo no tubo, como era de prever, demasiado éxito en su investigación, solo pudo entrevistar a los dueños de una incipiente casa de subastas rusa que comercia con éxito piezas prerrevolucionarias y que evidentemente, estaban muy interesados en hacerse con una publicidad extra y gratis, al director de un banco de Ucrania que por el dudoso gusto de su mansión deduzco vive confitado en una azucarada autocomplacencia, que visto lo visto con posterioridad, se permitió el lujo de comprar una obra de alrededor de un millón de euros que no le podía gustar en comparación con el estilo dominante de las obras que se adivinaban en las paredes de su mansión. Un importante dinero dedicado a la cosa del prestigio y finalmente, unos escasos minutos de puro reloj y en la semiclandestinidad de un apartamento moscovita, con un político forrado en la época de Yelsin mas dispuesto a redondear un paquete valioso de obras que de comprar por gusto, tenía en agenda seis o siete piezas escogidas que le faltaban como guinda a su codiciosa colección. Para rellenar el reportaje no tuvieron mas remedio que tirar de paisajes helados, filmar una tediosa subasta de arte ruso en Londres y una cuantas anécdotas curiosas como retratar las claustrofóbicas medidas de seguridad bajo las que viven algunos ricachones y no me olvido de la rígida comida del triunfador ucraniano con sus selectos amigos en envarada distensión.


A veces pienso que se debe buscar la felicidad, otras pienso lo contrario. Lo pienso, que luego la felicidad o la tristeza viene sin pedir permiso, pero como creemos que podemos influir en ello, nos permitimos hacer cábalas e inventar estrategias. Continuo permitiéndome seguir con la redicha fantasía de que por momentos parece mas feliz cualquier palurdo y los suyos con cuatro costillas guisadas a la brasa al aire libre que la indigesta exquisita comida de los colegas del magnate ucraniano tan desenvueltamente peripuestos y afectados, muy identificados en el escalafón de lacayos selectos y prescindibles en la barroca mansión del potentado, pero ya hace días que los sabios nos dicen que la felicidad es una horterada de los miserables. A la belleza debe pasarle más de lo mismo que solo de manera temerosa se abandona el que puede en sus brazos y se tiende mas a regodearse en lo que ha de causar envidia, que al propio gusto y goce. Tengo interés en creer que los palacios son poco o nada habitables.


Luego vienen las dudas, que todo lo que invoco se vuelve complejo al tropezar con los pedazos de ciencia, filosofía, arte, trabajo, negocio, relaciones, amores, odios, carácter, condición, estadística, orden, virtud, defectos, los intríngulis de los absolutos y lo de la hondura, que esta tiene su tela, y aquí si que el arte tiene algo que decir y no son precisamente teorías, que pocos elegidos cuentan con ellas y tanto si uno es José Tomás, como Messi, como Camarón, les basta con la inusitada facultad que tienen de hacer fácil lo que para los demás es imposible, claro que la mayoría de nosotros no nos ponemos delante de un toro, ni jugamos en un estadio con cien mil espectadores, ni tenemos duende, la mayoría solo nos dedicamos a atesorar y glosar los méritos de los que nos cautivan, o los intentamos emular vanamente, o las dos cosas a la vez cuando, optimistas nos creemos capacitados para ello, que la hondura es epidérmica y de apariencia tan simple que no ha lugar a confusión, lo más profundo es lo que queda a la vista, en contacto con el aire, es una cuestión de pura piel.


Nunca escribiré con los matices y la calidad de Marta, que el oficio artístico crea a veces una ilusión de sencillez y accesibilidad que nos anima a escribir, jugar al fútbol, torear de salón, cantar en la ducha, hacer unos pinitos en diseño, unas fotos digitales maravillosas, que por cierto, como casi siempre las visualizamos con el soporte de las pantallas podrían pasar por transparencias, y cualquier otra actividad de las consideradas creativas. Esta es la condición, después de lo de ser famoso y hacerse rico, con mas prestigio en nuestros días, aunque con distinto calado según el estrato social. Alguna ventaja ha de tener esta masificada sociedad y una de ellas es la de permitirnos acceder a sensibilidades que hasta hace bien poco el vulgo tenia vedadas. Los profesionales que viven de ello son unos privilegiados, pero con la moda actual del todos podemos, es posible embarcarse en transitar por los procesos creativos y experimentar el dolor y el placer de hurgar por todos los cielos, con preferencia ideal en los desconocidos, como el espectáculo de una nube de tinta que se expande en el agua con su lento, armonioso y matizado despliegue de luces y sombras, esto, abstraerse con la belleza de algún efecto curioso es, en el caso de la plástica, el primer paso, el otro, mucho más complejo es la ambición de hacerse con una copia de la emoción para compartirla. Luchar para conseguirlo ya tiene su mérito, pero si se logra, aunque sea ligeramente, nos consuela de las penurias. El arte es esto.





08 octubre 2011

Barullos



A bote pronto digo, digo, cuando digo lo que en este momento me pasa por la cabeza y digo, que esta mañana cuando leía a Robert Musil, como cada mañana, y que luego reflexioné que no era cada mañana sino alguna mañana, de tal manera que, el susodicho Musil hace años que me dura, que lo leo solo unos dispersos minutos, que tengo otras querencias y días pasan que ninguna, como cuando me escruto en el espejo o rumio entretenido en cuestiones varias, y además como a veces solo me da para leer un párrafo y como no sé cual, leo el mismo que ayer o que anteayer y no te digo cuando lo dejo por semanas, que fue por esto que un día marqué con un asterisco hasta donde había llegado, lo que me sirvió de poco pues para enlazar la lectura a la mañana siguiente o al otro día, no me privé de leer el párrafo anterior y marqué pues, como homenaje, un último asterisco hasta que me de por otro arranque de orden en cualquier otra parte, que yo hago este tipo de cosas racionales y ordenadas, pero no me duran nada, que siempre vivo a caballo del caos, lo que no me impide ser rutinario, que para esto esta la vida ordinaria como el paseo que he de dar hasta el trabajo cada mañana, siempre por la misma ruta o parecida, con contadas variaciones pues no me parece coherente alargar el trayecto a la tonta, que tanto a la ida como a la vuelta tengo de arbitro el reloj, lo que si hago es cambiar de acera según busque o huya de sol o culo o lo que sea y atravieso la calle por aquí o por allá, que las rutinas obligadas como este paseo a las ocho menos cuarto cinco días a la semana, o las imprescindibles como comer en unas horas determinadas si no quiero cargar con un mal genio de dos pares de cojones, o las relajadas como la destinada a la siesta, o instintivas como todos los tics, sean ganados o genéticos, imperceptibles o evidentes con los que cargamos y que sirven para identificarnos, no impide que me resulte muy complicado establecer de forma duradera cualquier tipo orden con el que tantas veces suspiro, que pienso que el orden debe dejar un espíritu limpio y una cristalina y tranquila conciencia, y ya que hablo de limpieza, que no existe orden más exigente, otra cosa que me relaja cantidad es fantasear que puedo desprenderme de todo lo que mi particular síndrome de Diógenes me impele a conservar, como si fuera cosa fácil, que cuando lo intento no me da tiempo a tirar nada, que al rato de empezar me embarco en cualquier otra medida más perentoria o interesante y quedo a medias, que digo a medias, a décimas o a centésimas de lo que necesitaría, que no hay cosa que estorbe más para hacer limpieza y ya no te cuento para mantener el orden, que el exceso de cosas prescindibles que amontono y que luego complican cualquier actividad hasta límites insostenibles por más que me ufane en predicar, como tantos, que conservo un orden dentro del desorden, que si esto fuera cierto no doblaría, triplicaría o elevaría a la enésima potencia cada cosa que me parece necesito, así, sin entrar en cuestiones domésticas donde tengo alguna que otra pertinente ayuda, circulan por mi estudio en abundancia sin contar los pinceles: tijeras, cuters, pegamentos y casi medio centenar de maquinillas de hacer punta, distribuyo botes con agua por todos los rincones y dejo abandonados en todas partes lápices, bolígrafos, ceras, pasteles, óleos, pigmentos y rotuladores de todos los colores que cuando busco y no encuentro, cosa que ocurre a menudo, me da el vértigo, el mismo que siento cuando ando perdido o caigo en los abismos con los que tropiezo cuando desganado, no hago nada, que a menudo solo me ocupa la pereza y digo que no por suerte, como dicen los que me envidian por lo bien que me lo monto, que no hablan, no cuentan lo de sin beneficio y lo otro, que cuando no faeno toca malvivir, que luego hago balances que me obligan a encontrar asideros para no desfallecer de angustia, aunque por experiencia sé que pensar solo sirve para regodearse en ella, que lo que me gustaría, como ayer comentaba con unas compañeras de trabajo que estaban en lo de cargar pilas, que donde se cargaban estas cosas y por donde me las metía para poder trabajar sin descanso, que a mi me gusta trabajar pero la rutina me asola, que luego asoma el aburrimiento y desaparece el gusto, quizás porqué a base de tiempo todo se vuelve simple, aunque lo simple no es mas que el espejismo que esporádicamente nos permitimos como homeopático remedio para negar los laberintos donde a menudo caemos por las constantes contradicciones que entorpecen el camino que lleva a lo elemental, que es a lo que aspiro en el trabajo-vocación que por las tardes cultivo y que se convirtió en espejo de los mismos delirios con los que de continuo batallo, así que uso el mismo remedio con resultados no siempre recíprocos que consiste en dejarse llevar por el confuso caos y intentar cuando se deja, poner un poco de orden, que luego viene lo bien que sienta conseguir, aunque sea un palmo, un dedo o un milímetro de claridad, aunque la sensación solo dure el mismo instante de obrar y observar, que luego al rato, o al día siguiente, o a los tres años no noto haber alcanzado nada parecido, que si algo gané, si alguna vez llegué, el mimético entorno lo absorbió o el tiempo que se aceleró y ahora envejece de sopetón las imágenes o cualquier otra cosa con solo respirar un par de veces y que no deja a nada ni a nadie madurar, como si la pátina del tiempo o la experiencia fuera pecado imperdonable, lo que me recuerda que hace un tiempo, en unos días de ingenua clarividencia redacté mas de veinte páginas, interlíneado 1’5, con una especie de tratado sobre la importancia de lo nuevo, de lo que por inédito, resulta esperanzador y luminoso y que al ver que no tenía suficientes luces para seguir el trazo que seguro llegaba a algún oculto y deseado paraíso, me conformé en concluir que lo mejor para no caer en lo decrépito en que el uso convierte las cosas, era dejarlas inconclusas, un punto antes de poder ser estrenadas, es cierto que envejecen igual o peor, que me recuerdan los edificios que la crisis o la miseria deja a medias y que siempre imagino que rehabilitados con una mano de pintura y poco más, sea lo que sea que falte, quedarán como nuevas, digo que todo estos embrollos que me meto o imagino, parecen hijos de la antigua alquimia de convertir el barro en oro, que no veo que sea demasiado práctico, como tampoco lo es, empezar a soplar para que surja Adán, que luego queda la faena de la costilla y todo lo demás, que la cosa cansa, que ya me cansé y lo dejo.

23 septiembre 2011

A bote pronto


Esto va así: puede, lo que sea, funcionar unos millones de años y luego en unos cientos dejar de ser operativo. También pasa con las maneras de pensar y de hecho, en el trascurso de la vida los cambios son constantes. Ahora tiene buena fama por ejemplo imponer voluntad o espíritu de sacrificio u orden y mañana o dentro de cien mil años todo lo contrario, que lo que creemos no es otra cosa que una lectura terciada de la realidad y digo que no es otra visión que la que impone el sentido común, que no nos alcanza para otro mecanismo. Nada es bueno, ni es malo y los límites con que topamos son los que a la fuerza rigen (una especie de equilibrio ecológico) y fuera muros toca experimentar la incertidumbre. Es inevitable que circulemos por todos los ámbitos. No podemos estar quietos ni en la comodidad ni en la angustia. No nos podemos dormir en lo trillado que toca aborrecer cada cierto tiempo, ni soportar la incomodidad de la trasgresión que hemos de asumir e imponer si no queremos malvivir fuera de ley . El santo y el asesino buscan y encuentran amplias lagunas de impostada comodidad. Justificamos no solo textos, que toca estar en constante estado de revista: frescos, ordenados y convencidos durante largos períodos de tiempo.


En arte o lo que sea que hago, manualidades como últimamente vengo diciendo, es más de lo mismo, todo sirve y anda revuelto y no es tal como pretendo que sea. Si me aburre lo que venia haciendo; un orden donde busqué parcial acomodo y que, mientras duró, impuse con entusiasmo; se revuelve en gusto tantas veces contrario a lo que venia asegurando que no sé como me atrevo volver a defenderlo. La locura acecha si no se guarda largos paréntesis de concierto, pausa, orden, fe y certidumbres. No se a que atenerme cuando, si bien parece que puedo con todo, que soy libre de hacer lo que quiera, de cambiar de credo, al ponerme en ello, la necesidad de asideros para concretar lo que sueño, hace que se mida por centímetros lo que me alejé de mi caduca y pesada ortodoxia. La impostura es preciosa de pensar pero difícil de concretar. El surco que pretendemos en la mente queda en el lienzo como un ligero aire, un paso vacilante, detalles que quedan sólo al alcance de la aviesa mirada del que propuso la revuelta. Soy como soy y sé lo que sé, lo quiero todo, pero no puedo con nada. Me derrotó mi cabeza atenazada por los sobresaltos. Cojo, y cojeando, lentamente, me dirijo a ninguna parte y si cuento que llegué o que llegaré a lugar concreto, miento.


16 septiembre 2011

La fe entre otras cosas


Como de costumbre, divago. No tengo otro remedio, que me exonera de los desvaríos en que incurro, mis pobres conocimientos. La información enciclopédica me apabulla así que tiro de lo que, sin trabajo fue quedando: una colección de anécdotas manipuladas por embarullados intereses. Siempre me ronda el machacón: vete a saber porqué esto es así y no de otra manera, propio de los ignorantes.

Entre sueños, después de comer, oigo en la tontorrona tele una alucinante historia de unos primitivos artrópodos. Una voz relata, con cadente monotonía, la explosión de vida del Cámbrico, de cuando, según cuentan, aparecieron unos miles de nuevos y espectaculares bichos que el documental recrea en la televisión; miro de reojo; en forma de cinematográfico parque Jurásico alimentado con bichos de aquel período: unos monstruos de cuerpo duro, quitinoso y articulado que algún avispado director de ciencia ficción podría aprovechar para darles cancha de alienígenas peligrosos en alguna cinta de disparates extraterrestres, lo que me provoca meditar, que no hay peor monstruo en cualquier mitología que los que matan hombres, de los que ahora, ciertamente, nos van quedando más bien pocos, así es que, nos los inventamos o mejor dicho, se los inventan. Culpo en parte de la escasez de monstruos, a las lecciones que nos sueltan los documentales que explotan hasta el hastío la vida salvaje. Parece que está de moda contemplar a las camadas de leones como gatitos grandotes y cordiales, tanto, que, si se diera la ocasión y las pertinentes garantías, estaría dispuesto a acostarme amistosamente con un gorila espalda plateada.

Vaya con las noticias frescas del Cámbrico, luego, por curiosidad, miro en la Wikipedia, para ver que es lo que pone de este periodo, solo para redundar que el documental parece bien documentado. Un ignorante cabal como es mi caso, no le queda otro remedio que tener fe en la ciencia que, opino, cumple como un apañado dios de nuestro tiempo. Parece que, los dioses se concretan imprescindibles para un tiempo determinado, luego, sus características y cualidades decaen y las absorbe y adapta a los nuevos tiempos un redivivo dios que fagocita al viejo, pero en esencia no varían. Desconfío de los dioses que me tengo por poco religioso, pero el dios ciencia, por contemporáneo, algún crédito debe tener, aunque sospecho que quien valida el crédito es la fe, esta fe que algunos siempre andamos dispuestos a ganar o a perder y que ahora hemos decidido hacerlo a espuertas. Digo que ahora la fe se pierde a raudales, como si no fuera cosa corriente de todos los tiempo andar perdiendo y ganando afectos: que de siempre se deja de lado como si nada lo que se consideró imprescindible y se adopta como eterna cualquier idea de las que laten embrionarias. Las revisiones son, como no puede ser de otra manera, retroactivas y cambian nuestro concepto del mundo desde el mismo inicio. Explota un nuevo Big Bang en cada cerebro.

Ingenuo como soy, tengo fe en la fe, que es una curiosa manera de ser creyente. Tengo fe en que, algún día asumiremos como infranqueable tabú el que no nos podemos permitir ser los insaciables depredadores de unos recursos limitados. Se necesita mucha fe para creer que podemos darle la vuelta a nuestro cerebro como un calcetín, para poder perfilar un futuro plausible. Tengo fe en este tipo de imposibles, que es lo que tiene de bueno la fe, y algunas veces fantaseo, que ya son ganas de fantasear, con un egoísta orden nuevo que este mejor adaptado a la previsible precariedad que nos espera, un nuevo orden donde acomodarnos sin conflicto, pues deduzco, que el motor, la gasolina que enciende la fe destinada a mover montañas, es la incomodidad, la angustia asfixiante que provoca un orden en crisis cuando se manifiesta inadecuado.

La fe, pues, huye de razonamientos y si alguna lógica guarda es la de no rendirse a la dificultad, como arbusto que intenta sobrevivir entre las rendijas de un empedrado. El documental del Cámbrico me aleccionó en este sentido, pues los primeros vertebrados eran minúsculos y tenían ínfimas posibilidades de salir adelante y lo consiguieron, si es que consideramos un éxito que en su lineal descendencia estemos nosotros. El caso es que hasta aquí llegamos y nos creemos el rey del universo, que no oigo a nadie que nos replique. Pero barrunto que ahora actuamos fuera de lógica, como el virus que acaba rápidamente con la vida del que lo contrae. Muerto el perro muerta la rabia y en este caso, la rabia somos nosotros. Menudo futuro nos espera si seguimos con nuestro habitual y desmedido éxito.


10 septiembre 2011

La realidad

La realidad es punzante presente, es embriagadora, inconsciente e inaprensible ventana de lo verdadero. La conciencia, por el contrario, es reciclada memoria o proyección de lo que queremos que ocurra. Instalados en lo instantáneo saboreamos la eternidad, pero recordar nos condena. Confirmamos, como elementales dioses que somos, señalando piedra, vegetal o andante bicho con simples nombres lo que son, interminables cadenas de recuerdos insondables. Vegetales y bichos que traspasaron el tiempo a base de repetir con innumerables y desiguales copias un primitivo e incomprensible hálito, pulsión o misterio. La señora conciencia es entrañable mientras la realidad es epitelial, pura y dura superficie. No conformes con la simple realidad, intentamos aprehenderla y con la ilusión de conquistar sus esencias nos adentramos en el laberinto del tiempo y la memoria. Lo que trajinamos con la mente se vuelve fantasioso y el interminable fracaso de nuestro empeño lejos de arrendarnos nos lanza a nuevas y laberínticas búsquedas que nos alejan incomprensiblemente de lo que, al sentir, cumple con todo.


Fijar es nuestra obsesión hasta tal punto que nos dedicamos exclusivamente a ello y cuando, por desgracia, se derrumban a nuestro alrededor las virtuales construcciones que minuciosamente elaboramos, buscamos aunque no exista, firme sustento que nos valide, que nos ayude a seguir viviendo y es por ahí donde anclan nuestros dioses, sea lo que sea en lo que acabamos creyendo sin dudar. Sin entorpecedoras conclusiones, pienso que nuestros delirios en poco o en nada modifican la realidad pero conforman con eficacia lo que percibimos, así es que estamos obligados a andarnos con tiento, somos víctimas que no verdugos como a veces creemos, y elegimos más bien poco de nuestro destino por más que apreciemos que lo podemos modificar.


El delirio de pensar siguiendo impenetrables laberintos, es otra manera de vivir que se independizó poco a poco de la dictadura de la realidad. El cerebro que funcionó para sobrevivir se empezó a utilizar para usos tangenciales como, justificar el tránsito, conjurar abismos o proteger el deseo de las penurias y así lo que se desarrolló para adaptarse al acoso del presente, adquirió naturaleza propia enlazando con el pasado y el futuro. El lenguaje encontró en los signos un inicio de fijación que sirvió para disgregarse en los múltiples metalenguajes y las variadas simbologías que cada nuevo caso necesita.


A los estúpidos dioses se nos reventó el laboratorio sin comerlo ni beberlo. Pienso, igual que escoba que carga el diablo, que nada es elemental aunque lo parezca. La acrobacia de simplificar absolutos con la absurda concreción de darles un nombre demuestra que se necesita bien poco, casi nada, para empezar un buen lío. Quien dispuso conocer que uno es uno y todos los demás eran otros, no hizo más que concretar lo que las leyes físicas cumplen desde la más ínfima partícula, digo yo, que si estoy equivocado no importa, que el error puede ser fuente de azarosa inspiración.


Uno dijo: estoy yo y los otros, y otro mas listo, o mas aburrido, o por error, distinguió a su interlocutor, o a su amor, o a su enemigo recalcitrante y este específico otro fue el dos. Así la distinción elemental de uno, dos y los otros adquirió carta de naturaleza matemática. Será la ambición, o la necesidad de ordenar lo que resulta caótico, o la felicidad de saber que los de mi clan son cinco como los dedos de una mano, o lo práctico que resulta numerar para optimizar cualquier actividad que con este inicio y la suma de aportaciones cada vez más complejas, provocó que el desarrollo de lo que se aprendió en un instante glorioso, ahora muy pocos o nadie domine. Carga el diablo con bala la escoba y los lenguajes se multiplican incomprensibles para sus propios creadores, pero los derrotados dioses no pierden nunca la fe pues aprendieron a leer, a intuir que todo el universo no es mas que un inmenso conglomerado de signos que con infinita suerte y inagotable paciencia se puede llegar a descifrar. La pregunta del millón es: ¿para que?


El destino, pienso en el destino que por intuido preferimos desconocer alimentados por la fe de que todo es posible, la intranquilidad, la insatisfacción, el gusto por las rarezas que señalamos como espectáculo, los constantes desequilibrios que padecemos, la misma saturación o el aburrimiento, la locura o el delirio, o el simple hecho de que no podemos estar quietos y ahora, descifrar signos de cualquier especie, la huida hacia adelante del acoso del tiempo, el mismo y constante movimiento que lima, tropieza, rompe o transforma cualquier objeto, la amalgama de todo ello buscando aire para ser, para existir, todo ello más el infinito que no alcanzo y desconozco… me inclina a menudo a desear dejar de pensar y cumplir solo con el gozo de vivir en el delirio epitelial de lo que, por superficial, ahora mismo, en este instante, valoro como lo más preciado, delicia de lo que es fungible, de lo que no puede ser más frágil y delicado.


12 agosto 2011

Contundéncias orgánicas

Nada me parece tan contundente como un puñetazo en los morros. Casi todo el mundo sabe que no soluciona nada, mas bien lo contrario, pero, a pesar de todo, muchas veces, entiendes de que cuesten evitar. Yo solo he dado un par y no quiero contar los que me dieron. Bien, no arreglan nada pero personalizan el problema, el problema se concreta en el que pone la nariz. El puñetazo seria la síntesis de un estado determinado de cosas y aunque no sirve para enderezarlas nos mantiene vivos, esto, si los agredidos no se revuelven agresivos en exceso. No, no creo ni acepto la violencia, pero tengo cierta debilidad por lo contundente, esto de simplificar la complejidad dando puñetazos aunque sea sobre la mesa. Creo en la necesidad esporádica de este tipo de contracciones compulsivas.

Como todo bicho viviente, siento debilidad por la vida y por esto la fe tiene un extraordinario valor pero, como soy muy perezoso, pienso que nada nos tienta tanto como la comodidad. No hay vida sin esfuerzo y el que nos toca asumimos con naturalidad aunque intentamos por todos los medios aliviarnos como sea, y como los cambios requieren un esfuerzo suplementario, juro que nadie, óiganlo bien, nadie, esta dispuesto a malgastar energía en ello, o sea que, solo tentamos la fe de tirar hacia lo desconocido, cuando nos va la vida en ello. Esto que categórico afirmo, es el clásico relato contundente que podríamos matizar hasta el infinito, hasta el mismo momento en que no entendiéramos de que jolines estamos hablamos.

Yo pienso que por comodidad la evolución se podría haber quedado en las bacterias, que son las que mejor se adaptan a los rigores medioambientales extremos. Prisa, lo que se dice prisa por cambiar nunca la hubo que entre pitos y flautas pasó más de cuatro mil millones de años hasta que apareció un trilobites. Yo pienso que un átomo se siente cómodo con los electrones que le toco en suerte y no le importa pasar unos miles de millones de años a su aire, tranquilo e impertérrito, aunque no sé si les dejan estar tanto tiempo cómodos.

A mi me gustan la células procariotas, que parecen una barca de un solo remo con esto del flagelo coleando que no creo que les sirva para ir a ningún sitio sino, más bien, para moverse al buen tuntún, circulando, o sea dando vueltas al azar. Envidio su feliz y simple navegación.

Dicen que el desequilibrio mueve el mundo de la materia, yo creo que si hablamos de la orgánica el traspiés se trasforma en locura. Creemos que el mundo es la loca burbuja que habitamos cuando solo es un reflejo deformado de él. Cuando nos reconocimos en los espejos y supimos que esta sombra o imagen percibida, soy yo, yo mismo, surgió otro desequilibrio, un nuevo rizoma de la evolución, un flagelo metafísico que nos convirtió de golpe en el centro de lo sentido, en el núcleo del universo. Ya pasó o deberíamos de pasar de este caduco concepto, pues, ahora mismo, a mi me da por pensar que, como sabemos que somos parientes de todo lo orgánico, que si retrocediéramos rectos como una bala todo el camino andado pues, llegaríamos a una célula procariota, a una bacteria o a algo mucho menos consistente, esto nos debería servir para salir del error de creernos el centro del universo y así poder aprovechar las ventajas que proporciona el anonimato o sino pregúntenle a un famoso, a alguno de los que aún disponga de algo de cordura, que es lo que daría por pasar desapercibido. Tengo fe en que un día, podamos asumir que somos del todo intrascendentes, que somos uno más de vete a saber que, esta es una de las condiciones para ser felices como una ameba. Aunque, ¿sirve para algo la felicidad?