28 abril 2008

Una sociedad feliz


Cuentan las crónicas que el asesino deja sin remedio, pistas que le comprometen.

Busca el narrador una verdad que trascienda y con la pretensión de establecer honestas certezas recrea un relato que se nutre de la realidad pero que establece, quizás sin querer, una nueva conciencia.

Se diluye la verdad que pretendía con rigor desvelar. Se oculta, enmascarada tras los encontrados recuerdos en los que me sumergí para descifrarla. En estas reflexiones introspectivas, nos vence alguna concesión que caricaturizará la simpleza del acto de vivir, hasta el punto de hacerlo irreconocible y al fin, el hilo del relato, poco a poco nos arrebatará la furia de vivir y nos condicionará a representar por momentos a personajes con recursos literarios. ¿Quién dice que la literatura no es importante?

Así al iniciar esta crónica como en todas, busco las razones que me impulsan a hacer esto y no lo contrario, sin atinar que las razones son prescindibles, pero descubriendo también lo poco que cuesta, a poco de insistir, el encontrar variadas razones para justificar las acciones más peregrinas.

Guardo más motivos para no viajar que para viajar y nunca me pregunto, cuando decido hacerlo el porqué lo hago si no es que, luego, o desde el mismo instante, pretenda relatar lo acaecido. La cuestión es que sin comerlo ni beberlo, unas cuantas veces cada año, me encuentro en trance de viajar, en este caso fue en doméstica aventura, o sea, por territorio conocido, y así, estos días pasados me dio por acudir al reclamo del día el libro en Barcelona.

La libertad que siempre me regaló Barcelona contrasta con el recuerdo de aquellos que como Fe, (que ahora anda ensimismada en quien sube y como bajan por las escaleras sospechosos y misterios) la ciudad oprime.

Soy bicho solitario y nada me parece mejor que una gran ciudad para andar a mis anchas y pasar desapercibido. Una ciudad como Barcelona da para recrearte en la suerte que desees y en mi caso dio para un inusual baño de multitudes. Iba yo con la voluntad expresa de sumergirme en el río humano en que se convierte buena parte de la ciudad en tan señalada fecha. Prescindí a bote pronto y durante la mayor parte del día, de aquellas cuestiones que me distrajeran del ritmo dictado por la corriente, un estado de fluidez que resultaría inalcanzable si hubiera atendido a vendedores o a lo que vendían. Con sorpresa no encontré, como temía, tan grotesca la condición de víctima propiciatoria, rol que asumimos con habitual resignación la gran mayoría en tales celebraciones. Liberado pues de las ataduras que podrían haber secuestrado mi atención pude disfrutar del esplendido día y de la laboriosa humanidad festiva. Vi, como toca, un continuo desfile de rosas y una cierta ansiedad en comprar libros. Ni siquiera me recreé sarcástico, en aquellas imágenes que confirmaran la previsible idiotez que nos caracteriza cuando establecemos con meteórica rapidez y sin evidencias de injerencias de la autoridad competente, competiciones en ver quien consigue la rosa más exquisita, o la más rara, o quien acapara más rosas, o aquellas rosas que me figuro, cuentan con ansiados premios de amor, o cuando se da el caso de que las rosas y su poseedor/a no se avienen para nada, cosa que ocurre con inusitada frecuencia. Pasé también de largo, al trote, de la feria de vanidades en que se convierten las paradas para conseguir, de firmas autorizadas, una dedicatoria personalizada.

Me rendí agotado y con sedientas urgencias en la mismísima plaza Real donde cayó una caña con unos chipirones fritos como premio por haberme pateado la ciudad siguiendo el río que inicié en la Calle Verdi y seguí por Passeig de Gràcia, Plaça Catalunya, Portal de l’Àngel, Carrer del Bisbe, Plaça de Sant Jaume, Carrer de Ferran i Rambla del Caputxins o sea el “rovell de l’ou” de esta fiesta laborable. Incrédulo al certificar una práctica inexistencia de hooligans del Manchester en la plaza Real y sus alrededores, subí otra vez por las Ramblas y volví a casa sin rosa y sin haber leído aún título de libro alguno.

Leo poco, pero compro algún libro y este día en que todo era previsible, la compra de libros la reservé para la última hora de la tarde, en la librería Taifa, de la Calle Verdi, un recinto literario que con asiduidad visito cuando vengo a Barcelona. Me decidí adquirir el jocoso, delirante y asombroso viaje de Pomponio Flato del inefable Eduardo Mendoza. Fue exactamente un poco antes o un poco después de la visita a esta librería cuando me invadió una serena paz que en contadas ocasiones nos permite nuestra civilización. La tarde iba decayendo espléndida y entraba sugerente la noche entre las tamizadas luces en la transitada calle. Liberados de la tensión que genera la enloquecida circulación, la gente paseaba sin ninguna prisa con sosegada placidez y ademanes familiares y me llegaban amortiguadas sus voces, como suave y musical arrullo. Estaba disfrutando de uno de estos extraños momentos burbuja que salvaguardan de vez en cuando a este mundo feliz y que me hizo recordar, salvando todas las distancias, aquel atardecer que entré distraído al centro de Taormina por la puerta de Catania y de cuando, embriagado por aquel ambiente de relajada comodidad me permití, abusando de todos los tópicos conocidos, cenar en una terraza mientras hipnotizado contemplaba las espectaculares erupciones del Etna, bebiendo vino y comiendo contento y distraído algún plato de pasta o una pizza.

4 comentarios:

M. Domínguez Senra dijo...

Qué bien. De haber comprado algún libro el dia de Sant Jordi, hubiera comprado el de Eduardo Mendoza, el de Pomponio Flato. Pero no compré ninguno. A veces creo que a quienes amamos la soledad también nos gusta bajar como por un torrente del deshielo a las calles que se llenan de gente y de colores en primavera. Y que incluso percibimos mejor que nadie la variedad, el "impacto" de la vida de los desconocidos.
Lo que más me gusta de Taifa es su doble naturaleza, lo mismo encuentras lo último que los libros que se habían dado por perdidos y que obtienen una segunda oportunidad o tal vez tercera. Tiene una sección de poesía mejor que la de muchas librerías enormes, y eso es ya la gloria.

Anónimo dijo...

(Con perdón)Aaoiue, ¿te cerraron A la flor del berro?

M. Domínguez Senra dijo...

¡Amandilla!, guapa, ahora entiendo qué me llamó aquí..., no me lo cerraron, me lo cerré. Me he mudado con todos los posts a http://aaoiue.blogspot.com. El Google aún no me reconoce a no ser en la barra de direcciones, pero la flor del berro está ahí.

¿Sabíais que en griego moderno para decir "mudanza" dicen "metáfora"?

No he podido reconstruir en mi nuevo campamento tus comentarios ni los de Cerillo, por eso (por mi "ingratitud" de momento está cerrado a comentarios.

Aquí estoy.

fgiucich dijo...

Un paseo más que reconfortante. Abrazos.