15 octubre 2008

Más engaños


Desde la primera palabra el engaño está servido. Andas buscando, iluso, la escueta verdad y topas con un infranqueable muro escondido tras la fe con que apañamos nuestras carencias. Para contar lo que cuento; cuente lo que cuente; parto de un principio que asumo como verdad y no pienso repetir lo que pienso de ella. Este es el primer engaño. Arrimo luego con descaro el ascua a mi sardina. Escojo con cuidado palabras, sentimientos, razones inapelables (no existen), y hablo o escribo con voluntad indomable de convencer a la concurrencia y, de regalo y a un tiempo a mí mismo que a menudo conviene. Ando enfrascado en el trance de argumentar con todas las armas que dispongo: agudeza, simpatía, sinceridad (¿de donde salió esta), honestidad (¿quien decide que lo es?), claridad, proximidad y lo que sea, apoyándome si no tengo suficiente con estas cualidades, en el miedo, en la pena, el dolor, todo para satisfacer el regalado don de la palabra, para exigir que existo, para saber que soy, para notar que vivo. Aquel que mejor embauque con sus teorías al vecino, quien logra secuestrar la atención de la audiencia con su discurso, quien consigue convencer a pesar de su segura terciada visión de la realidad, de su sentido particular del equilibrio, de sus específicos gustos, sus proyecciones interesadas del futuro, sus historias concurrentes, este será quien se sienta más comprendido que es a lo que en el fondo todo el mundo aspira.

No es de extrañar que lo que llamamos inteligencia sea un subproducto de la sociabilidad, porqué la inteligencia es el arte que nació explotando las habilidades para convencer y las palabrejas explotar y habilidad tiene su razón en el engaño.

Ya ven, intento convencerles de que vivimos en los apaños, también creo que todo el mundo tiene el derecho y hasta quizás la obligación de vivir en la verdad absoluta sin que tenga porqué percibir en ello ningún tipo de desajuste y así es, ha sido y será, como decía mi abuela.

Yo, es que, lo que digo, para que llueva a mi gusto, es que, si pasáramos de mentirnos con absolutos inaccesibles y llegáramos a entender que lo más importante es vivir a gusto con los vecinos, y vecinos somos todos los que en la tierra estamos, nuestros argumentos se apoyarían en lo que debería ser de ley sin discusión: el bien común. Debemos sospechar que en cualquier otra teoría hay algún engaño del que nos servimos para satisfacer las tropelías de nuestra ínfima voluntad igualitaria. Así siempre acabamos sucumbiendo a pesar de que nuestra felicidad depende de los otros, en sentirnos especiales, distintos y no solo esto, sino que estamos dispuestos a demostrarlo utilizando trampas a espuertas con razones sin argumentos o argumentos sin razones, que más da, y amparados en terciadas verdades ficticias acabamos por enredarnos, que tristeza, a nosotros mismos.

Lo que nos une es lo mismo que nos separa irremediablemente, o…. ¿tiene remedio?

1 comentario:

Índigo dijo...

Ay, Cerillo, sería maravilloso olvidarnos (todos, todas) del arte del disimulo. ¿O quizá no? ¿nos soportaríamos tal como somos? Este es un dilema de los de andar por casa y nos falta coraje para enfrentarlo.
Un abrazo