20 octubre 2008

Cruzando un mundo


Fuera del marco está todo, pero no sirve de nada.

Ahora, de buena mañana, lo que se irá precisando aún no está definido, como el blanco lienzo que a menudo desafío. Este es mi albedrío, llenar de material diverso los límites que dispongo, en gran parte obligado por la radicalidad de lo que acontece, pero también con capacidad de recrear mundos que moldeo a mi medida. Mundos a la altura del nimio, arbitrario y confundido dios que consiento me aturulle, enrabietado con sus limitaciones, comprometido en tareas inútiles, reciclado en cronista de lo que creo que sucede, filtrando constantemente por preciso tamiz con sedal recién apañado lo que hasta ayer pretendía conocer, para reelaborar una nueva y reluciente sabiduría con fecha de caducidad a pocos días vista.

Viajo de espectador pasivo mirando por la ventanilla el paisaje que pasa volando y que, por más que siempre es distinto, mi distraída atención confunde y uniforma. Viajo enfrascado en mi mismo, absorto en geografías íntimas más precisas que los de la cambiante realidad. Viaje que aprecio, acota un paréntesis al monótono presente que pasa veloz, sin otras preocupaciones que imaginarias penalidades de catástrofes que acechan indefinidas.

A veces me siento como pájaro alicaído que picotea en lo que acontece y que contempla con angustia la cada vez más débil voluntad de involucrarme en la actividad que percibo alrededor. Prefiero caer en constantes reflexiones que me alejan de los crudos, instintivos y cotidianos campos de batalla.

No varía sustancialmente el sol que nos cobija, nos distingue la sombrilla, las barreras que cruzamos entre nosotros y lo que se nos resiste o molesta, la lenta configuración de una intratable humanidad autista, abobada en mezquinas y absurdas cuestiones particulares.

Pienso: el paisaje no es tuyo, ni tan siquiera el que encuadras posesivo con tu cámara, el que enmarca la ventana del edificio que te protege, el que fluye desmaterializado desde cualquier vehículo con los que huyes sin descanso de los sitios.

Bajo veloz, mientras percibo más que veo el Mediterráneo a mi izquierda. Viajo anclado no sólo por el cinturón sino también por el aire acondicionado, por la elección de sintonías musicales, por el exceso de equipaje que revienta el maletero y que me protegen como talismanes de un mundo de poco fiar. Cruzo el país amparado por las barreras que me guardan de lo que ocurra más allá de mi fortaleza motorizada, de los estrictos límites de la autovía donde circulo o de los ambientes que elijo con cuidado en las ciudades que visito.

No guardé nunca afición por los viajes concebidos para explorar lo que viene detallado cronológicamente en las guías que distinguen lo que se debe ver y mirar con atención y me cuesta cada día un poco más cultivar la espontaneidad o el trato afectuoso con la gente que encuentro de paso receloso por el obligado y constante intercambio de educadas cortesías con desembolso económico, orillada cualquier resto de hospitalidad por saturación de vecinos, conocidos, inmigrantes, turistas y forasteros, perdida en definitiva la simpática curiosidad por cualquier semejante al que no le distinga el brillo de la fama.

Constato desde mi protegido observatorio rodante que las provincias cambian por la ficción de un rótulo, que los barrios de las ciudades son intercambiables, que los mismos pueblos, castillos, iglesias y monumentos parecen repetirse sin desmayo como los menús corrientes caligrafiados bastamente con yeso en las pizarras de los comederos a base de cerveza o vino, ensaladas, jamón, fritos y queso.

Me distraigo de la agobiante monotonía circundante con los florecientes disparates urbanísticos, con aquellas excentricidades locales que consiguen sorprenderme, con las pequeñas diferencias de aspecto, de trato, de acento que como rugosidades se manifiestan rebeldes sobre la uniformidad general.

Los paisajes pasan sin apenas sufrirlos, nos mantenemos apartados de su peculiar naturaleza por insalvables distancias de todo orden y sólo celebramos su acotada belleza desde reductos consentidos, apropiados para estirar las patas unos minutos y guardar a través de un objetivo, registro digital de que allí estuvimos. Asomamos luego la cabeza, en las ciudades que visitamos, en idénticos aparadores de similares barrios comerciales donde se venden los mismos productos que la que ayer pateamos, y aceleramos intranquilos cuando nos perdemos por descuido en barrios poco transitados o marginales. Y así pasan las horas, los días, las semanas, hasta llegar a añorar los márgenes conocidos, las frutas, las verduras, los amigos, el mismo trabajo que hace poco sufríamos, la cama, el aire, o el mismo cielo que pretendemos nuestro y que llegamos a creer que se estableció para cubrir el lugar donde vivimos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El azar nos permite descubrir que no estamos absolutamente solos.

Timonera dijo...

Creo que lo que ocurre simplemente es que situamos el centro de coordenadas en nuestra vida. He disfrutado leyéndote. Gracias.