03 febrero 2010

Pintura orgánica


Cuando me pongo a escribir sé sobre lo que voy a hablar aunque luego me lío con el antes o el después de lo que pretendidamente quería decir. Los últimos y gratificantes coletazos del romanticismo me llevaron a creer en la posibilidad de que el poeta, en estado de absorta inspiración y mientras juega con la musical alquimia de las palabras, crea oscuras metáforas que otras mentes iluminarán. El poeta sería pues el inconsciente profeta de lo que con posterioridad se desvela. En su constante batallar con el hechizo de las palabras y con la ayuda de una obsesiva insistencia en la perfección, consigue que las palabras se rebelen libres para revelar lo oscuro, para que trasciendan en luz. De la oscuridad a la luz al amparo de una imagen, esta es la fuerza de la metáfora. Embargado por tales emociones no puedo dejar de celebrar cuando descubrí que la luz tiene que ver con el conocimiento. Cuando la tentación de la luz se convirtió en mística inalcanzable.

No es conveniente abandonar la fe, algún tipo de fe que valide las imágenes con las que habitualmente convivimos y que sinuosamente conforman nuestra existencia. Así adquirí la fe de que el trabajo aparentemente sin provecho de embadurnar papeles podía producir en algún momento el milagro del poeta en mi y que, en crucial estado de trance, pudieran mis manos recrear milagrosas imágenes que sin entender fueran para otros reveladoras. Esta fe me convirtió en sacerdote de la luz que es como acostumbran a ser todos los sacerdocios, una especie de intermediario que venden milagrosa claridad a quien la busca y pretende, vete a saber a cambio de que.

De la luz a la oscuridad hay un solo paso y la llave puede ser una metáfora, una imagen, pero también una mezcla de colores o de formas que generen la ilusión de ser, el estado de ánimo óptimo para recrear la conciencia de que estamos inventando, de que podemos inventar un limpio y nuevo futuro. Este tipo de fe libera de convenciones y miedos de aventurarse en la oscuridad de lo desconocido. El talento artístico se identifica pues con la facilidad para encontrar rápidamente estos caminos.

De joven creí que, por un milagroso designio divino, podía tener talento, hasta que crueles me abandonaron designios, milagros y dioses y quedé de humilde y simple condición humana. Así es que, en mi reconstrucción personal desde el barro, cualquier tipo de fe era bienvenida y la fe de que con largos y agotadores rituales componiendo incomprensibles dibujos también podía, vete a saber que razones encontré, llegar a alcanzar algún milagroso resultado luminoso. Esta fue una tabla de salvación y mi bautismo iniciático en el honorable mundo del trabajo que, como todo el mundo parece hoy saber, tan reñido está con el talento.

Lo que sigue quería decir y no pienso prologarlo con más preámbulo ni prolongarlo con otras disquisiciones, aunque podría. Se me ocurrió el otro día y me dije, a esto lo bautizo yo como pintura orgánica porqué me da la gana. De la mano del absurdo voy y vengo de lo abstracto a lo concreto sin voluntad ni deseo de definirme. En plena abstracción veo figuras y según el estado de ánimo contemplo si intervengo y las persigo o abandono y descompongo. Nunca empiezo con prefiguraciones, es más, no las quiero. La cuestión es que hace un tiempo me enamoré de los dibujos de oficina, estos dibujos que la gente hace mientras mantiene la atención en otras cosas. Son como caligrafía del alma. Sobre esta base profundamente orgánica de distraídos dibujos míos o de otros, empieza la reflexión y poco a poco adquieren la solera necesaria para que me estimulen. No entiendo los dibujos que me salen, para que lo quiero, solo deseo no perder la capacidad de que sigan sorprendiéndome y suspiro, esto si, para que a alguien iluminen.

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