Si en mi casa tuviera colgado el cuadro Las Meninas de Velázquez, que es casi mi único mito, seguro que se daría el caso de que a pesar de que no me cansara de contemplarlo, iría perdiendo el interés que se merece y despierta cuando solo lo puedes admirar de vez en cuando. Por suerte la evolución nos equipó, además de con cinco o seis sentidos, con un buen par de patas. Esto de las patas es muy útil para huir y también para esto del aburrimiento, y son esenciales para uno de los mayores placeres que conozco: andar al azar por laberínticos tramados de calles en ciudades que desconocemos.
La voluntad de andar, que es un motor que nos impele a ver cosas nuevas, no parece en un principio que sea nada conflictivo pero lo acaba siendo por diversas causas, las más comunes, el cansancio que se acumula al repetirse la sensación de estar viendo constantemente lo mismo, o cuando las cosas nuevas no te producen la anhelada sorpresa sino desasosiego, o cuando ya no te apetece ver cosas nuevas. Son cosas de la edad y suelen ocurrir cuando las patas ya no están para muchos trotes.
Así pues el cuadro de Las Meninas, colgado en el comedor de mi casa, como en cualquier otra casa, tiene que ver con la muerte. La muerte, se arremolina sin querer en las casas de los viejos, casas convertidas en museos de reliquias y también en refugios que desde fuera pueden vislumbrarse como tumbas. Es inevitable, como la sensación de que en las modernas residencias minimalistas ultramodernas sobran los viejos. Estos son sentimientos antiguos que recupero para constatar que quizás la mejor vida para los viejos sea en las casas de sus hijos, con sus nietos, o sea en un limbo entre lo viejo y lo nuevo. La modernidad arrasó con todo ello.
Las patas son importantes, contando que además de lo predecible que resulta el que sirvan para moverse de un lado para otro, está el hecho de que, limitaciones físicas o accidentes naturales aparte, no hay nada que les impida ir hacia donde les apetezca. Así por culpa de este par de elementos móviles se pierden los niños, los abuelos, los cónyuges y hasta nosotros mismos. Acostumbrados como estamos a elaborar nuestras teorías en base a pautas de movimientos, por reacciones repetidas, en exactas formulaciones físicas o matemáticas, nuestro caótico andar parece impredecible. Esto no es del todo cierto ya que como hace tiempo descubrieron los naturalistas, todos los bichos acaban siguiendo los mismos caminos, o sea, al parecer hacemos siempre las mismas cosas.
Cuando me siento prisionero de lo que dicta un autoritario destino me pregunto si vale la pena el esfuerzo que dedicamos en mantener toda una galería de ficciones en cuestiones vitales tales como cultivar una cierta curiosidad, tener intereses del tipo que sean, cuidar el aspecto personal, acariciar deseos de cambio aún que sepamos que nada sustancial va a cambiar, adquirir conocimientos nuevos, en fin, aparentar que somos aptos para disfrutar y vivir, mostrar que las cosas nos van estupendamente, y siempre, por ahora, siempre me respondo que sí, que sí vale la pena.
No es superfluo el frenesí de limpiar la casa para que reluzca como nueva, o mantenerla con cierto abandono para que no pierda el encanto de lo activo. Son opciones personales con sentido. Pero cuando se convierten en fijaciones tienen el efecto contrario al presumiblemente deseado. Nuestros hábitos se convierten en refugios que aunque parezcan saludables o simplemente inocuos acaban convirtiéndose en surcos profundos que nos entierran de por vida.
La voluntad de andar, que es un motor que nos impele a ver cosas nuevas, no parece en un principio que sea nada conflictivo pero lo acaba siendo por diversas causas, las más comunes, el cansancio que se acumula al repetirse la sensación de estar viendo constantemente lo mismo, o cuando las cosas nuevas no te producen la anhelada sorpresa sino desasosiego, o cuando ya no te apetece ver cosas nuevas. Son cosas de la edad y suelen ocurrir cuando las patas ya no están para muchos trotes.
Así pues el cuadro de Las Meninas, colgado en el comedor de mi casa, como en cualquier otra casa, tiene que ver con la muerte. La muerte, se arremolina sin querer en las casas de los viejos, casas convertidas en museos de reliquias y también en refugios que desde fuera pueden vislumbrarse como tumbas. Es inevitable, como la sensación de que en las modernas residencias minimalistas ultramodernas sobran los viejos. Estos son sentimientos antiguos que recupero para constatar que quizás la mejor vida para los viejos sea en las casas de sus hijos, con sus nietos, o sea en un limbo entre lo viejo y lo nuevo. La modernidad arrasó con todo ello.
Las patas son importantes, contando que además de lo predecible que resulta el que sirvan para moverse de un lado para otro, está el hecho de que, limitaciones físicas o accidentes naturales aparte, no hay nada que les impida ir hacia donde les apetezca. Así por culpa de este par de elementos móviles se pierden los niños, los abuelos, los cónyuges y hasta nosotros mismos. Acostumbrados como estamos a elaborar nuestras teorías en base a pautas de movimientos, por reacciones repetidas, en exactas formulaciones físicas o matemáticas, nuestro caótico andar parece impredecible. Esto no es del todo cierto ya que como hace tiempo descubrieron los naturalistas, todos los bichos acaban siguiendo los mismos caminos, o sea, al parecer hacemos siempre las mismas cosas.
Cuando me siento prisionero de lo que dicta un autoritario destino me pregunto si vale la pena el esfuerzo que dedicamos en mantener toda una galería de ficciones en cuestiones vitales tales como cultivar una cierta curiosidad, tener intereses del tipo que sean, cuidar el aspecto personal, acariciar deseos de cambio aún que sepamos que nada sustancial va a cambiar, adquirir conocimientos nuevos, en fin, aparentar que somos aptos para disfrutar y vivir, mostrar que las cosas nos van estupendamente, y siempre, por ahora, siempre me respondo que sí, que sí vale la pena.
No es superfluo el frenesí de limpiar la casa para que reluzca como nueva, o mantenerla con cierto abandono para que no pierda el encanto de lo activo. Son opciones personales con sentido. Pero cuando se convierten en fijaciones tienen el efecto contrario al presumiblemente deseado. Nuestros hábitos se convierten en refugios que aunque parezcan saludables o simplemente inocuos acaban convirtiéndose en surcos profundos que nos entierran de por vida.
5 comentarios:
Creo que estoy de acuerdo en casi todo, incluso en que este tipo de reflexiones no producen una consecuencia concreta porque esa vaga voluntad de cambio se contrarresta con la comodidad de lo conocido. Andas por la ciudad desconocida pero sabes de la posibilidad del regreso. Quizás la clave esta en eso, en saber que hay una base desde la cual partir y a la cual regresar.
La clave siempre está en la decisión de quemas las naves o continuar con nuestro status, siendo una persona fiable que cumple sus obligaciones; aura mediocritas (dorada mediocridad y era un elogio) que es como lo llamaban los romanos.
Y sin embargo... a veces...
Al empezar a leer el post creí que trataría sobre el cuadro Las meninas. Sobre el espacio, los puntos de vista y todo aquello que nos dejó Velázquez. Pero el post ha ido más lejos, si es posible ir más allá de Las Meninas. La relación entre la vista, la bipedestación y los ritos funerarios está en el “albor de la humanidad”.
Sólo me siento caminar cuando vago pero acabo yendo a parar siempre al mismo sitio o parecido. Lo otro, lo del scalextric, no es caminar, es andar, hacer recorridos, irse. La sensación de quererse ir de donde se está no es cualquier cosa. La salida (?) de Las meninas es un resplandor, otro aire.
Hay gente que no puede soportar la visión que ofrece una residencia de ancianos aletargados bajo el peso de quien sabe qué farmacos, o un centro de los de bien morir (?) que tienen esos nombres que empiezan por “San” o “Santa” y que están llenos de enfermos desahuciados. Como ya he oido decirle a un niño “caca” por tocar la tierra de un alcorque, no me va a extrañar que se le diga “caca” cuando se cruce con otra silla de ruedas más grande que la suya propia. Perdone que sea tan escabrosa, pero vea que hasta un enano del cuadro le dio una patada o algo parecido al mastín de la Corte.
Es absurdo, pero vengo a decir que no quiero en mi casa lo que más quiero para que no le ocurra como a las fotos, o los cuadros, o los jarrones, o los muebles, o tantas cosas que envejecen lentamente con nosotros y sin darnos cuenta acaban siendo la antesala, el cochambroso andén, del último paseo. Alabar la resistencia inútil frente a la resignación de lo que nos toca.
Es posible que ese afán de coleccionar obras de arte,por ejemplo, sea el irrefrenable deseo de alcanzar la inmortalidad. Abrazos.
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