Pues a traición ocuparon este espacio y me conformé en atender por un tiempo el mirar por la ventana, igual que siempre. Pero, ayer, para cenar, preparé un plato excelso y al degustarlo me dije que sin excusa debía poner la receta al abasto de quien quisiera.
Hace años que dejó de agradarme la melancolía y ocurre que en cuando menos me gusta más me visita. Una etiqueta común para recrear una de sus clásicas imágenes sería casi sin duda un paisaje de otoño en la alta montaña. Para evitarme este hechizo de postal pasaría si pudiera esta estación donde se muestra discreta, alejada sin remedio de mis Pirineos, aposentada en la dulzura del Mediterráneo y aún más, cobijada en la capital donde las estaciones andan despistadas entre tanto cemento.
Yo creo que lo que más duele del otoño es su belleza, el dorado discurso de la decrepitud, el presagio del invierno y lo que me mantiene una suerte de ilusión con su llegada son las setas y es así que luego, ya inmersa en su afecto, quedo sorprendida de su delicado trato y al fin acabo disfrutando de lo que antes recelaba. Saturado de este color el ánimo, puede una enfrentarse luego con serenidad al invierno.
Pero debo hablar ya sin tanto preámbulo de las setas, el tesoro deseado que se esconde en el humus del bosque y con exaltación recolecto entusiasmada cuando aparecen. Es este paso, una dulce terapia para los adormecidos sentidos ciudadanos que despiertan de pronto sorprendidos en quehaceres como para los que fueron ideados. Así constatamos que el bosque no queda tan lejos y percibimos, si atendemos, remotas sensaciones de antiguas experiencias, quedando en disposición de disfrutarlo.
No hay placer sin coste y el trabajo de limpiar las setas pieza a pieza con la delicada caricia de un paño tiene el premio de despojar de indeseados inquilinos el apreciado manjar y también el de poder luego admirar su escueto dibujo, recién aseadas, en la desolación del mármol que atiende los fogones. Ninguna carne acepta como ellas, con tal extrema pulcritud, el corte de un cuchillo y una vez troceadas me río de paso de los vecinos franceses y alabo con devoción nuestro ajo y el brillante aceite y el verde perejil picado y la picante pimienta recién molida y el fuego que todo lo anima y la sal que con usura dispongo.
Cien aromas invaden la cocina y embriagan el aire de la casa en el tiempo que discurre entre que las setas desprenden su líquido elemento hasta que lo reabsorben a fuego lento y…..a degustarlas y…..este cuento colorado aquí acabaría si no fuera que después de las perdices queda aún pendiente toda la vida y como consuelo a su magnitud y rigor bien se merece la siguiente parte de la receta.
Aunque por ser tiempo de abundancia puedan los sentidos estar embotados de tanta seta, hemos de preservar la suficiente serenidad para prevenir su futura carestía. En mi caso embolso los excedentes de tal guiso, cuando lo dispongo en exceso, en plásticos que guardo en arca helada.
La segunda parte de la receta es también receta aparte. Se apoya en la base de un clásico y jugoso estofado de ternera, tal como el que ustedes sepan y gusten al que añadiremos, diez minutos antes de quitarle el fuego una bolsita de setas previamente descongelada. Sea cual sea la bondad del guiso mejoramos la carne con su mejor aliada. Sed generosos con la cantidad pues el plato del que hablo no quedó aún completo.
Lo que salvemos en la mesa que a veces difícil se pone, del estofado con setas, lo atesoraremos en la nevera, y en otra noche de certera y feliz previsión le añadiremos unas patatas buenas y caldo o cubito y agua y señores, que no les voy a contar, cuando estén las patatas tiernas tendrán a su alcance la más increíble receta. Se lo prometo. Nunca la esencia del bosque penetró con tanta profundidad en un plato. Es seguro, se lo digo, pecado, tal es el placer que lo acompaña. Esta fue mi cena.
Hace años que dejó de agradarme la melancolía y ocurre que en cuando menos me gusta más me visita. Una etiqueta común para recrear una de sus clásicas imágenes sería casi sin duda un paisaje de otoño en la alta montaña. Para evitarme este hechizo de postal pasaría si pudiera esta estación donde se muestra discreta, alejada sin remedio de mis Pirineos, aposentada en la dulzura del Mediterráneo y aún más, cobijada en la capital donde las estaciones andan despistadas entre tanto cemento.
Yo creo que lo que más duele del otoño es su belleza, el dorado discurso de la decrepitud, el presagio del invierno y lo que me mantiene una suerte de ilusión con su llegada son las setas y es así que luego, ya inmersa en su afecto, quedo sorprendida de su delicado trato y al fin acabo disfrutando de lo que antes recelaba. Saturado de este color el ánimo, puede una enfrentarse luego con serenidad al invierno.
Pero debo hablar ya sin tanto preámbulo de las setas, el tesoro deseado que se esconde en el humus del bosque y con exaltación recolecto entusiasmada cuando aparecen. Es este paso, una dulce terapia para los adormecidos sentidos ciudadanos que despiertan de pronto sorprendidos en quehaceres como para los que fueron ideados. Así constatamos que el bosque no queda tan lejos y percibimos, si atendemos, remotas sensaciones de antiguas experiencias, quedando en disposición de disfrutarlo.
No hay placer sin coste y el trabajo de limpiar las setas pieza a pieza con la delicada caricia de un paño tiene el premio de despojar de indeseados inquilinos el apreciado manjar y también el de poder luego admirar su escueto dibujo, recién aseadas, en la desolación del mármol que atiende los fogones. Ninguna carne acepta como ellas, con tal extrema pulcritud, el corte de un cuchillo y una vez troceadas me río de paso de los vecinos franceses y alabo con devoción nuestro ajo y el brillante aceite y el verde perejil picado y la picante pimienta recién molida y el fuego que todo lo anima y la sal que con usura dispongo.
Cien aromas invaden la cocina y embriagan el aire de la casa en el tiempo que discurre entre que las setas desprenden su líquido elemento hasta que lo reabsorben a fuego lento y…..a degustarlas y…..este cuento colorado aquí acabaría si no fuera que después de las perdices queda aún pendiente toda la vida y como consuelo a su magnitud y rigor bien se merece la siguiente parte de la receta.
Aunque por ser tiempo de abundancia puedan los sentidos estar embotados de tanta seta, hemos de preservar la suficiente serenidad para prevenir su futura carestía. En mi caso embolso los excedentes de tal guiso, cuando lo dispongo en exceso, en plásticos que guardo en arca helada.
La segunda parte de la receta es también receta aparte. Se apoya en la base de un clásico y jugoso estofado de ternera, tal como el que ustedes sepan y gusten al que añadiremos, diez minutos antes de quitarle el fuego una bolsita de setas previamente descongelada. Sea cual sea la bondad del guiso mejoramos la carne con su mejor aliada. Sed generosos con la cantidad pues el plato del que hablo no quedó aún completo.
Lo que salvemos en la mesa que a veces difícil se pone, del estofado con setas, lo atesoraremos en la nevera, y en otra noche de certera y feliz previsión le añadiremos unas patatas buenas y caldo o cubito y agua y señores, que no les voy a contar, cuando estén las patatas tiernas tendrán a su alcance la más increíble receta. Se lo prometo. Nunca la esencia del bosque penetró con tanta profundidad en un plato. Es seguro, se lo digo, pecado, tal es el placer que lo acompaña. Esta fue mi cena.
5 comentarios:
Una receta tan exquisita en un relato bucòlico e intimista. Abrazos.
Tremenda historia, tenía postre incluído y veo que sirvió muchísimo la receta después de tanto trabajo...
Sabrosura rica.
Me encanta el cuadro.
Un abrazo.
Sibarita.
La esencia son exquisitas, el olor a bosque es espectacular
Bella imagen
Publicar un comentario