05 abril 2013

Estados de ánimo




Mierda, por tener que soportar la cruz de no saber manejar discursos ligeros y andar siempre embarrado en apestosas profundidades a pesar de que tengo bien claro de que nunca desentrañaré nada. Me acosa la primavera por todos los poros del cuerpo y su calorcillo me revivifica, pero como buen pesimista, desconfío de las alegrías poco razonables que las tengo bajo sospecha de trampa saducea. Así que sin comerlo ni beberlo dispongo que al mundo entero nos toque bailar bajo el son que nos dicta un oportuno o inoportuno estado de ánimo. Observo, por la insoslayable necesidad que tengo de que las cosas tengan sentido, de la manera en que influyen la voluntad o las circunstancias en mi estado de ánimo actual y valoro que es lo mejor: si abandonarme a su influjo o luchar para enmendarlo. En el fondo lo que quiero es tener al alcance de la mano la posibilidad de modificar su decisiva intromisión en mi frágil equilibrio y por lo tanto salvaguardar por todos los medios mi tranquilidad. Que esta es la otra, que ya me gustaría que los estados ideales que soñamos alcanzar se mantuviera quietos y pudiera apresarlos como cuando abrazo con empeño de fundirme para siempre con lo abrazado.

Nada para quieto y en contrapartida sostengo ficciones de puntos fijos, fantaseo con la inmovilidad. Me gusta pensar que puedo ponerme en estado contemplativo, estático, como una piedra que aguanta impertérrita todos los embates del tiempo. Llegar a considerar que una vez malgastado el crédito que una insólita energía insufla en el ánimo joven, lo mejor es aceptar con resignación lo que abrupto llega y sin consideración se va.

No creo que podamos modificar substancialmente el sobrellevado estado de ánimo porqué desconocemos la mayoría de las circunstancias que lo urden, que como el amor, hoy te quiero eternamente y una mañana inexplicablemente te aborrezco de toda la vida, contradicciones que nos obligan a tejer un sinfín de argumentos absurdos ante los desvaríos en los que constantemente caemos. La cuestión es que, dado el poco poder de decisión que intuyo tengo y quizás por esto, el papel de espectador pasivo me seduce. Gusto pensar que puedo encarar la actividad ordinaria como si fuera actor de lo que el destino me propicia, intentando, esto si, en la morralla que sirve de relleno a los dramas principales, o sea casi todo el tiempo, que la interpretación no se aparte demasiado del orden establecido, que uno tampoco tiene interés que lo tomen por loco. Este sistema permite actuar y al mismo tiempo contemplar, con más o menos interés el desarrollo de la representación. Como tengo un determinado carácter mis actuaciones resultan del todo previsibles, dependiendo siempre de las miles de circunstancias que constantemente confluyen en cada acto y que cuando vienen a resultarme demasiado empalagosas, como de rebote, me ataca la imperiosa necesidad de saltarme el guión. Esto, no suele gustar a los replicantes ordinarios que suele incomodarles bastante perder hilos y referencias. Los estados de ánimo tienen estas cosas, te dan energía para cometer incontrolables excesos o te la quitan y luego no puedes con tu alma, castigado al limbo de los monosílabos o condenado en el infierno del silencio. Las sobreactuaciones, por otra parte, pueden provocar pequeños tsunamis domésticos por lo que, en general, pasadas las momentáneas euforias que provocan los ánimos excitados, es preferible quedarse corto en cortar rollos para no tener que cargar luego con las engorrosas explicaciones con que se gravan los descarríos. Y claro, cuando sin ton ni son meas fuera de tiesto, el incordio se vuelve previsible y sus rarezas entran a formar parte de la actuación ordinaria. Etiquetado de tío raro, ya nunca más serás tomado en serio aunque lo que digas sea lo más coherente que se pueda oír en este disparatado mundo donde nos peleamos.

Una vez aprendido y consolidado el teatral camino de actor espectador es cuando, si te atreves, puedes dedicarte a contemplar los extraños movimientos de tu estado de ánimo sin la acuciante necesidad de intervenir, como quien sigue la pulsión de un corazón auscultándolo para valorar causas y efectos en laboratorio, aunque esto no evite que retumbe con insoslayable insistencia cada uno de sus imprevisibles ecos.

Mi vida, un compulsivo estado de ánimo que intermitentemente impulsa o retrae mi actividad, un pálpito que deja su huella en cada acción en la que intervengo como muestra inapelable de su fuerza hipnótica, porqué decidí, también sin comerlo ni beberlo, que si algo o alguien tiene la capacidad de poder asumir y propagar estados de ánimo son las obras de arte, en un plis-plas sus efectos te pueden dejar nuevo o como una piltrafa, o sea y cerrando el círculo, hecho una mierda.