27 octubre 2012

El gusto perdido





Me gusta lo elemental. Busco inclinarme hacia lo sencillo, no quiero complicaciones, pero lo cierto es que casi nunca me salgo con la mía. Este último reto, muy íntimo, de mostrar que no tiene mística ni secreto el trabajo artístico, que ni talento necesitas, me pone en un brete, porqué uno no acostumbra a pensar en el como ni en el porqué hace las cosas, pero puesto a dar explicaciones, toca abordar, para ser coherente, estos temas. El como es fácil y ya lo he esbozado: eliges objetivos plausibles, hojas de ruta determinadas y te pasas luego la vida saltándote las reglas o corrigiendo lo que, de continuo se resiste. En mi caso, ahora, una vez concluidos los trabajos rituales donde el azar mandó lo suyo y que acostumbra a ser un trabajo rutinario y mecánico, me pongo en la tesitura de modificar lo que no me satisface. Este estado es similar al que todos padecemos cuando nos esforzamos en que la vida vaya por donde nuestros gustos y deseos consideran oportunos o; no sé si rebajo o intensifico la percepción; de cuando nos dejamos llevar por lo que, sin reflexionar, nos apetece en cada momento.

Pero claro, así, sin revelar nada, el relato termina al empezar: Me pongo delante de la obra, mis ojos barren su superficie y allá donde tropiezan con algo que me parece mejorable, lo modifico con acciones más o menos preestablecidas utilizando los recursos que dispongo. Son mecánicas de un oficio que se consigue, nadie se lleve a engaño, desde la nada, en general a base de insistir un largo tiempo del que ahora, parece, carecemos.

Uno o varios objetivos, aunque sean tan inconcretos como es buscar lo que pueda sorprender y algo de oficio es todo lo que se necesita. Para objetivos ordinarios mejor pensar en algo, decidirse por un paisaje, figura o bodegón que era la clasificación académica de cuando estuve en la escuela de bellas artes o apostar por cualquier otro ismo o invento que nos apetezca para luego ponerse sin reparos a imitar lo que, de manera conceptual o gráfica nos estimule el gusto por la creatividad.

En mi bagaje personal cuento, por el tipo de educación que desde la infancia me impusieron, con una muy relativa facilidad para copiar modelos del natural y también con una tendencia, muy común por otra parte, de distinguir objetos concretos o figuradas imágenes en accidentales trazos azarosos. Así, puesto a hacer algo y en actitud de liberarme de la esclavitud o el aburrimiento que los modelos imponen, en el habitual proceso de abandonar y quizás olvidar las técnicas aprendidas en la escuela, mi tendencia natural fue la de hacer sencillos experimentos con distintos materiales y colores en busca de sugestiones que estimularan mi curiosidad. Seguía el ritmo que me inspiraban las formas y colores que de manera espontánea aparecían para, cuando me cansaba del juego abstracto, dedicarme a las figuras que se concretaban casi sin querer y donde finalmente me sujetaba de manera mas rígida a los modelos preestablecidos. Una especie de viaje inverso al que formula cualquier academia. Me parece evidente que el sistema es muy simple, muy parecido a como evolucionan los dibujos de los niños en el transcurso del tiempo.

La fórmula, de apariencia sencilla, abre un universo entero de posibilidades, pues es inevitable que lo elemental, sin prisa pero sin pausa, se complique hasta el infinito. Hasta los rematadamente tontos, con el tiempo, adquirimos un halo de sabiduría y para muestra, este botón.

También es inevitable caer, de vez en cuando en el hastío o tener que lidiar con la sensación de estar dando vueltas sin llegar a ningún sitio y es entonces cuando se desea volver al inicio de la aventura, cuando buscas en la simplicidad la esencia del oficio. Siempre nos permitimos jugar con este tipo de adorables ingenuidades.

De vuelta a la simplicidad encuentro gusto y alivio en explorar las geometrías más elementales: la recta, la curva, el triángulo, el cuadrado, el círculo.

Gozar. ¿Como explicar el placer que da el ver como un triángulo blanco pegado en determinado laberinto caótico empieza a imponer un cierto orden armónico?

Al enfrentarme a las razones que me mueven a obrar tal como lo hago, tropiezo con el gusto, en aquello que determina utilizar este u otro recurso, escoger entre una u otra opción, optar por este o aquel color. La elección definitivamente viene influida por el gusto y este, en cada persona se muestra distinto, pero… ¿Qué es el gusto? ¿Porque me gusta esto y no aquello?

Entonces es cuando caigo en el tipo de reflexiones que escapan del ámbito de la plástica. Debe ser a causa de esta facultad casi divina que tenemos los que nos las damos de artistas, de poder elegir de entre todo un universo infinito para fijar lo que nos viene de gusto. A veces mis propias decisiones me sorprenden, así que llevo tiempo dándole vueltas a las particularidades del gusto, a su relación con el placer y a esta intrigante y alambicada facultad de poder educarlo. Mucho secreto parece no tener pues más que nada parece que sirve para dar validez a teorías como que el esfuerzo tiene su recompensa y que una persona con gusto acostumbra a ser educada, toda una serie de frases hechas a la medida de algún interés. En particular aprecio de sobremanera los gustos que me sorprenden a ciegas y encuentro paradójica e inquietante su inestabilidad. Las cosas parece que gustan y dejan de gustar alegremente, con auténticos descalabros en las épocas de formación. La moderna tendencia a la inmadurez también provoca constantes cambios de gustos a los inestables consumidores.

Todo va bien hasta que algo deja de funcionar y lo que sirvió deja de ser útil.

El otro día, antes de levantarme, en estos momentos, cruciales y mágicos en los que el mundo se me torna transparente, no le encontré placer al gusto, o mejor, no le encontré tanto placer como utilidad, comodidad o educación. Un rayo de luz puso en duda de que todas mis aficiones, que para que engañarme, hacen que sea como soy y no de otra manera, sean de mi gusto sin reservas, así que empecé a sospechar que gusto y placer no tienen una relación tan directa como les suponía.

Si, puse en cuestión que me guste: beber, fumar, comer unos específicos alimentos, viajar, leer, escuchar música, hacer deporte u holgar, nadar, cantar, pintar, o lo que sea, sin la pertinente narración que le dé un aire positivo. Me gusta la música pero, si he de ser preciso, sólo disfruto de entre lo que elijo y de manera casual cuando el azar me brinda agradables sorpresas y tantas veces gustos, como con el alcohol y otras drogas tiene un desagradable adiestramiento y una dura y no tan gratificante esclavitud y así con estos razonamientos podría seguir desbrozando gusto y aficiones para concluir que el gusto no es un seguro sino sólo un camino y que no siempre busca ni consigue la satisfacción.

Pero para llegar al meollo de la cuestión me deslumbró el botellón, o lo que es lo mismo la posibilidad de ingerir cantidades absurdas de psicotrópicos para desinhibirse o huir de la realidad, o para ambas cosas a la vez y seguro que otras variadas razones que ahora no importan. Todos o casi toda la humanidad en algún momento gusta, llámese como se llame en cada situación, de fiestas botellón. La atracción de la noche, de la juerga, de todos los actos sociales donde uno pueda llegar desinhibirse, de todo lo que se entiende como diversión de la manera más genuina, oculta un gancho. No creo que en todos estos actos sociales importe tanto lo que se ve, lo que se toma, lo que se dice o lo que se hace, como el singular milagro de conseguir enmascarar momentáneamente nuestra desnuda soledad, soledad que nos procura una inquietante fragilidad que guardamos como un oscuro presentimiento: un miedo, el miedo a los demás. Todos los gustos esconden como finalidad mostrar afinidades para compincharnos y dejar de temernos. En estas artificiales burbujas que delimitan espacios comunes nos sentimos protegidos unos de otros. Los gustos nos sirven de guía para establecer reglas para posibles juegos comunes, así pues los cultivamos y afinamos como armas de seducción y para establecer o mantener puntos de contacto. Como más singular sea la afinidad que podamos compartir, más fuerte podrá ser la vinculación no agresiva, la amistad

Cuesta creer que cuando pego un cuadrado de papel blanco en el laberíntico caos y me sorprende y guste de la armonía que asoma, que la orgullosa obra de mi mano tenga, como toda emoción, algo que ver con nuestro miedo a los demás, pero no cuesta tanto pensar que todo lo que hacemos es en última instancia para poder mostrarnos ideales y que el placer, lo más grato, lo que es la satisfacción, anida en la capacidad de que lo que aprendemos y sabemos, en momento oportunos, podamos compartir y que nuestras afinidades y habilidades, sirvan para seducir a los que consideremos de parecido rango o condición y que esta seducción no es más que un ardid para un complejo, educado y oculto pacto de no agresión que tiene su culminación en la entrega mutua, sin defensas, que propicia en alguna disparatada ocasión el amor.

Aquí debería terminar el cuento, pero ¿donde quedan mis inquietudes de mostrar con transparencia que no hay secreto en esto del arte? No quiero caer en los tópicos de siempre, pero si la maestría necesita de unas decenas de miles de horas para entender que debes llegar a la simplicidad de un niño. ¿Quien no esconde en sus entrañas un niño? La cuestión es, dejarle suelto.

A lo que iba, después de pasar unas horas de intromisión y abuso de mis conceptos estéticos, que no son otra cosa, que una forma determinada de orden, en lo que el azar abandonó , la cosa queda de la guisa que la imagen muestra. Estos son los resultados de servirme de algo parecido a la marquetería, pero con papel ordinario o de desecho, lápices y bolígrafos de pacotilla, dibujos viejos y algún pigmento y... cola blanca y horas.

Muchas horas, poco talento y nada de miedo.