19 noviembre 2011

Credo


Un buen número de sábados escucho el concierto de la dos desde la cama. Hoy tuve el gusto de oír la Misa en Do Mayor Opus 86 de Ludwig van Beethoven. En el Credo se me fue la olla, que caí en la cuenta que una de las coletillas que más me cuesta eludir al escribir es el: creo que... o el más humilde y de mi gusto: pienso que... que uso en detrimento del (me parece algo engreído): opino que... aunque si de lo que se trata es de gustos mi preferido es el romántico, siento que..., de íntimo y arrebatado trance. En fin, necesitamos creer, pensar, parecer, opinar, sentir, para ocupar un lugar en el mundo desde el orgullo o desde la humildad. Pensaba luego que igual, lo que más caracteriza el arte contemporáneo es que descubrió el hipnótico atractivo del marco hasta abusar de su facultad de reclamo, que poner un marco y empezar a creer en la oportunidad de su contenido es lo mismo, condición que explota hasta la náusea el moderno marketing. Hace ya muchos días que merodeo los límites, sean el marco o el horizonte que me veo obligado a dibujar para sobrevivir, así es que en mi deriva de aquí para allá con el Credo de Beethoven de fondo, eso de tener que creer para ser, llegué a imaginar... imaginé, que bonito imaginar, dejarse llevar, volar sin corsés ni objetivos. Pues sí, llegué a imaginar y recordé que en nuestro camino evolutivo, en los episodios que la ciencia no consigue rellenar con irrebatibles certezas, elaboramos fantasiosas teorías sobre la relevante importancia del cerebro, o de las manos, o de la nutrición, o del andar erguidos, o del habla... o últimamente de la trascendencia que tuvo el arte para llegar donde llegamos. No quiero contar lo que opino sobre las teatrales representaciones de los cromañones pintando sobre la roca ni las variopintas elucubraciones sobre su función que en general me hacen sentir vergüenza ajena, lo que no me impide insistir en lo mismo, pasar el testigo y poner desde hoy mismo por encima de muchas de estas vanas consideraciones la capacidad de imaginar como la herramienta definitiva y única, un lujo que nos lleva a representar infinitos mundos en los que creer y en la subsiguiente y maravillosa sensación cuando creemos poder, de propina, hacer que existan, que sean por arte de birlibirloque.

05 noviembre 2011

Justificaciones


Hace tiempo leía las novelas de corrido, las peripecias de los relatos me absorbían tanto que no tenía ánimo para atender en como me subyugaban. Leía porqué me gustaba y también porqué era una distracción perfecta para llenar los tiempos de asueto. Me gustaba tanto que empecé a dejar de hacer para leer. Resumiendo, era el lector perfecto, el que habría de desear cualquier novelista que no sea memo. Algo debió quedar en mi dispersa atención de aquellas superficiales y muy placenteras lecturas. No usaba el diccionario, si alguna palabra no entendía, el contexto me la aclaraba y si no, daba lo mismo, que por muy puntilloso que seas, unas cuantas palabras, en una novela entera, en poco han de variar el sentido del relato. Aún me cuesta coger el diccionario, Marta lo consigue porqué es capaz de picar mi curiosidad, cosa que le agradezco, aunque no es por el atractivo de encontrar palabras raras por lo que la leo sino porqué sigo apreciando el relato puro, me interesa lo que cuenta, aunque ahora también celebro la manera de contarlo.


Mi instinto competitivo es precario, no sé si por falta de carácter o porqué soy corto, o cobarde, o por simple comodidad, o sea que mejor no entro en polémicas. También me cargan, aunque insista, estos emborronados balances donde dirimo tristes justificaciones. Estoy en que no merezco caridad que sé lo que cuesta hacer bien las cosas, así es que me guardo de la ambición, que con el elemental nivel de lo que hago no me da ni para satisfacer los despojos de mi naufragado orgullo. Ahora, en todo el mundo, alrededor, proliferan los humanos todoterrenos que sirven tanto para un fregado como para un barrido y no me parece nada mal, es mas, me parece ideal que nos atrevamos con todo, tengo la seguridad que una sociedad con un mayor peso de los artistas no sería la misma que la que nos toca sufrir con tanto egoísta y plano especulador. En particular, me cuesta un montón escribir y con la idea de que se me entienda, pico mucha piedra y pocas veces me contenta el discurso, claro que antes, habría de centrarme en lo que voy a contar, que esta es otra, que cuando lo intuyo, con el esfuerzo de ponerle solfa me vence con tanta facilidad el despiste que derivo a menudo hacia geografías no previstas, en general miserias que me asolan, que vaya cruz para cualquier lector, que la mayoría de las veces escribo como pinto, sin saber muy bien hacia donde me llevará la pluma, pero sin la ayuda del poco oficio que tengo con el lápiz.


El otro día topé con un reportaje donde un periodista en plan detective, intentaba seguir las misteriosas pistas de los magnates rusos que se dedican a traficar, como no, también con arte. No creo que los eslavos difieran de los ricos de cualquier otra raza o nacionalidad en trance de especular con el selecto hobbie. Reconozco que es de simple que me irrite ver como se veneran artistas que pasaron la vida en la indigencia, no tiene remedio, pero mas me ofende que se confunda capacidad adquisitiva con gusto. El periodista del reportaje televisivo no tubo, como era de prever, demasiado éxito en su investigación, solo pudo entrevistar a los dueños de una incipiente casa de subastas rusa que comercia con éxito piezas prerrevolucionarias y que evidentemente, estaban muy interesados en hacerse con una publicidad extra y gratis, al director de un banco de Ucrania que por el dudoso gusto de su mansión deduzco vive confitado en una azucarada autocomplacencia, que visto lo visto con posterioridad, se permitió el lujo de comprar una obra de alrededor de un millón de euros que no le podía gustar en comparación con el estilo dominante de las obras que se adivinaban en las paredes de su mansión. Un importante dinero dedicado a la cosa del prestigio y finalmente, unos escasos minutos de puro reloj y en la semiclandestinidad de un apartamento moscovita, con un político forrado en la época de Yelsin mas dispuesto a redondear un paquete valioso de obras que de comprar por gusto, tenía en agenda seis o siete piezas escogidas que le faltaban como guinda a su codiciosa colección. Para rellenar el reportaje no tuvieron mas remedio que tirar de paisajes helados, filmar una tediosa subasta de arte ruso en Londres y una cuantas anécdotas curiosas como retratar las claustrofóbicas medidas de seguridad bajo las que viven algunos ricachones y no me olvido de la rígida comida del triunfador ucraniano con sus selectos amigos en envarada distensión.


A veces pienso que se debe buscar la felicidad, otras pienso lo contrario. Lo pienso, que luego la felicidad o la tristeza viene sin pedir permiso, pero como creemos que podemos influir en ello, nos permitimos hacer cábalas e inventar estrategias. Continuo permitiéndome seguir con la redicha fantasía de que por momentos parece mas feliz cualquier palurdo y los suyos con cuatro costillas guisadas a la brasa al aire libre que la indigesta exquisita comida de los colegas del magnate ucraniano tan desenvueltamente peripuestos y afectados, muy identificados en el escalafón de lacayos selectos y prescindibles en la barroca mansión del potentado, pero ya hace días que los sabios nos dicen que la felicidad es una horterada de los miserables. A la belleza debe pasarle más de lo mismo que solo de manera temerosa se abandona el que puede en sus brazos y se tiende mas a regodearse en lo que ha de causar envidia, que al propio gusto y goce. Tengo interés en creer que los palacios son poco o nada habitables.


Luego vienen las dudas, que todo lo que invoco se vuelve complejo al tropezar con los pedazos de ciencia, filosofía, arte, trabajo, negocio, relaciones, amores, odios, carácter, condición, estadística, orden, virtud, defectos, los intríngulis de los absolutos y lo de la hondura, que esta tiene su tela, y aquí si que el arte tiene algo que decir y no son precisamente teorías, que pocos elegidos cuentan con ellas y tanto si uno es José Tomás, como Messi, como Camarón, les basta con la inusitada facultad que tienen de hacer fácil lo que para los demás es imposible, claro que la mayoría de nosotros no nos ponemos delante de un toro, ni jugamos en un estadio con cien mil espectadores, ni tenemos duende, la mayoría solo nos dedicamos a atesorar y glosar los méritos de los que nos cautivan, o los intentamos emular vanamente, o las dos cosas a la vez cuando, optimistas nos creemos capacitados para ello, que la hondura es epidérmica y de apariencia tan simple que no ha lugar a confusión, lo más profundo es lo que queda a la vista, en contacto con el aire, es una cuestión de pura piel.


Nunca escribiré con los matices y la calidad de Marta, que el oficio artístico crea a veces una ilusión de sencillez y accesibilidad que nos anima a escribir, jugar al fútbol, torear de salón, cantar en la ducha, hacer unos pinitos en diseño, unas fotos digitales maravillosas, que por cierto, como casi siempre las visualizamos con el soporte de las pantallas podrían pasar por transparencias, y cualquier otra actividad de las consideradas creativas. Esta es la condición, después de lo de ser famoso y hacerse rico, con mas prestigio en nuestros días, aunque con distinto calado según el estrato social. Alguna ventaja ha de tener esta masificada sociedad y una de ellas es la de permitirnos acceder a sensibilidades que hasta hace bien poco el vulgo tenia vedadas. Los profesionales que viven de ello son unos privilegiados, pero con la moda actual del todos podemos, es posible embarcarse en transitar por los procesos creativos y experimentar el dolor y el placer de hurgar por todos los cielos, con preferencia ideal en los desconocidos, como el espectáculo de una nube de tinta que se expande en el agua con su lento, armonioso y matizado despliegue de luces y sombras, esto, abstraerse con la belleza de algún efecto curioso es, en el caso de la plástica, el primer paso, el otro, mucho más complejo es la ambición de hacerse con una copia de la emoción para compartirla. Luchar para conseguirlo ya tiene su mérito, pero si se logra, aunque sea ligeramente, nos consuela de las penurias. El arte es esto.