19 septiembre 2009

Miedos


Se me pasó el tiempo de acusar de los males del capitalismo a unos señores vestidos de frac con sombrero de copa aunque alguno habrá que escenifique esta imagen a la perfección, y aunque todo el mundo puede ir señalando con el dedo a este, aquel o el de más allá, al que tengamos más manía del exclusivo puñado de potentados con excesivo poder o con riquezas desmesuradas, no creo que a estos sujetos se les pueda culpabilizar de otra cosa que de ejercer de ganadores en una sociedad en la que prima la competitividad y que es muy permisiva con especuladores y enriquecimientos de todo tipo. Seguro que tampoco faltan alquimistas dispuestos a ejercer de demiurgos, con la no sé si muy sana intención de influir interesadamente de por donde debe ir el mundo mundial. No creo que con estas componendas ni con cualquier otra varita mágica se pueda dirigir por donde ha de tirar la sociedad, así es que me pregunto muchas veces, supongo que como todo quisque, el porqué de determinadas situaciones cuando no tengo claro a quien benefician cuando es complicado distinguir al culpable, cuando creo que ni Maquiavelo pueda urdir tamaños desatinos. Así es que culpabilizo, como si de una cuestión de moda se tratara a unas tendencias que surgen de imprevisto como restos incontrolados de maquinaciones interesadas y me da por pensar que estos desechos son como el fuego amigo y que pueden adquirir, a veces, calibre suficiente para acabar con todo lo pacientemente construido.

Prevé la inteligencia enrevesadas componendas para llevar el agua a su molino, a gusto con su estricta y personal razón de la misma manera que quiere el artista, pincelada a pincelada, crear una obra maestra. Lo dijo hace tiempo el insigne Tàpies, que su ideal sería hacer una obra de una sola y perfecta pincelada que resumiera las justas y certeras pinceladas imprescindibles para llegar al deseado fin, pero lo que ocurre es que, como la primera pincelada no acostumbra a plasmarse con tal milagrosa rotundidad, debe el artista ir corrigiendo desde buen principio los errores cometidos y así le toca pasar subrepticiamente de la obra maestra al salvemos lo que podamos. Aunque luego lo que impera es esta precisa voluntad de perfección, de competencia, esta previsión ideal de cómo se debe armar tanto el futuro inmediato como el más lejano, esta gota malaya que quiere protegernos de todos los imprevistos que nos acosan y todo esto ha empezado a generar, en el caldo de cultivo de la sociedad de la abundancia, sentimientos contradictorios, situaciones delirantes como puede ser esto de los preenfermos, escogidos colectivos de riesgo que se medican antes de padecer enfermedad alguna u obligaciones que bajo la excusa de la seguridad personal atentan directamente contra la libertad del individuo para decidir sobre su estricta integridad física. Pero lo que más asombra de esta sociedad de la previsión y de la abundancia es el coloquial acojono general de continuo alimentado, desde todos los frentes, por la publicidad dada a una selecta colección de intangibles posibilidades de desastres reales o imaginarios.

¿A quien puede beneficiar una sociedad en constante situación de alarma, acongojada por una ristra de peligros latentes, ciertos o inventados, que no sean las sectarias y retorcidas mentes que piensan que la óptima felicidad es sospechosa de algo inconfesable y que puede llegar a ser peligrosa? No deja de ser curioso que estos selectos miedos no tengan en cuenta peligros parejos en estadística y que como en España mueren cada año cuarenta personas pilladas por un rayo no sea obligatorio a la primera insinuación de tormenta guarecerse bajo techo y cerrar toda actividad y las escuelas de la parte geográfica afectada. Otros miedos… miedo de morir en atentado terrorista que es una micro insignificancia estadística cuando mueren seguro miles de personas en absurdos accidentes domésticos, miedo a perder el empleo con gran jolgorio de empleadores sin escrúpulos, miedo a vivir asumiendo riesgos que es lo que nos haría más fuertes, miedo a enfermar sin estar enfermo o un miedo a tener miedo que nos convierte en civilizadas avestruces paranoicas.

Miedo al extranjero, a lo ajeno o a lo desconocido, miedo al mismo paso del tiempo proceloso. Miedo que debería ostentar la muerte en exclusiva justo en el preciso instante del glorioso transito a la nada, puesto que todo lo demás es sólo impedimento para la exaltación de vivir, para el goce de, esto si debería ser obligatorio, disfrutar a conciencia de lo que sea que dispongamos.

Pues esto, que deberíamos tener la obligación imperiosa de guarecernos siempre bajo un horizonte lleno de utopías posibles y felices y no dejarnos atormentar por los oscuros nubarrones con que nos amenazan las coercitivas catástrofes de siempre. Cuervos que acechan oscuros para amargarnos, concientes o inconscientes, la existencia.

Pues nada, a pasar de ellos…. si se puede.

Ya lo iremos viendo.