31 octubre 2008

Mi Génesis particular


Mi religión surge del insomnio y su cruz: la imposibilidad de dejar de carburar. Por comodidad busco resignado simplicidades que me alejen de las pesadillas.

 No puedo abandonar lo maniqueo, pues esta es la primera y la más básica de las simplificaciones.

 La nada no existe porqué no es, aunque no siendo, pues, lo puede todo.

 Si hay un absoluto perfecto, con la percepción que me regala mi particular visión de artista, este es la nada, aunque sea por exclusión, pues nada es la única que al excluirlo todo contiene todas las posibilidades de ser.

 Cualquiera sabe que un artista delante de un papel blanco, en principio, puede hacer lo que le venga en gana, o sea, todo. Así curiosamente si algo lo contiene todo es la nada, lo que no existe. Me parece incomprensible otro génesis que no cuente con la nada como origen.

 La nada no es hasta que se siente. Sentirse es su aniquilación. La personalidad es el inicio de lo que es. El sentir destroza el equilibrio perfecto, es la grieta, el defecto de donde surge la distancia y el tiempo necesario para sentir. Se expande al instante, incontrolada, la fuerza inconmensurable que anidaba sin esfuerzo en la infinita cohesión. Una fuerza que incontenible crea un espacio y un tiempo que en esencia pertenecen a la nada, y que al existir, pretenderán sin fin.

 La única ley que rige propongo que sea pues desaparecer, borrar lo iniciado, volver al origen de la nada. Acabar con todo, sería una secuela inarmónica de la misma ley. No deja de ser paradójico que la destrucción perfecta pase por la reconstrucción meticulosa de lo que se anula.  Dios anda bien perdido por entre estas paradojas.

 Mientras tanto mi esencia personal viene y volverá a la nada, como señal mimética a todo lo que es. 

25 octubre 2008

Dejar huella


La felicidad, el placer, el gusto de hacer o estar, el bienestar que procura el equilibrio, la serenidad relajada, cualquiera de estas agradables sensaciones puede aparecer como por ensalmo en situaciones de grave crisis. Parece un milagro, pero no. Lo perdí todo, y cuando digo todo pongo por ejemplo una fortuna que presuponía me había de librar de cualquier privación. Puedes perder la seguridad de un futuro previsible y curiosamente, a pesar del desastre y al transcurrir cierto tiempo, empezar a gozar con el presente de lo que antes pasaba desapercibido. Redescubrí la perfecta armonía de las cosas simples. Perdí lo que me ataba a la locura del progreso y me congracié con el pulso de vivir al día. Recuperé el tiempo atmosférico de la calle y el tiempo íntimo que regala una geografía abarcable. Es una muestra de que hay estados que se podrían considerar decepcionantes cuando se atina con lecturas clarificadoras. El trauma nos instala en otra realidad que al fin se muestra más complaciente que la presuntamente óptima en la que vivíamos. La realidad siempre es una ficción que condiciona las circunstancias.

 La utilidad que tienen las crisis, si es que tienen alguna, pasa por el estado reflexivo en el que te sumergen. Si tomas la distancia pertinente para evaluar los errores, el imprescindible optimismo de la supervivencia encuentra caminos alternativos a lo que parecía imperturbable, imperecedero.

 Una ambición sin límites es nuestra tortura y el instinto de hacer como si fuéramos eternos. La constatación no del todo asumida de nuestra fragilidad impulsa, desde un tiempo al que no le guardamos memoria, el deseo de dejar huella, y la impronta de alguien con ambición y suficiente poder, puede llegar a ser del calibre de una pirámide. Si alcanza un tamaño mayor mucho mejor. Así la grandeza acostumbra a mostrarse conceptualmente simple cuando se trata de satisfacer vanidades y sigue construyendo periódicas y barrocas torres de babel con la intención de llegar a un cielo siempre inalcanzable. Nada conocido es capaz de conseguir las hazañas que logró y sigue empeñada en superar la humanidad cada día.

 Lo paradójico, siempre lo paradójico, es que las huellas más perennes las dejaron los dinosaurios con descuido fosilizadas en las rocas. No podrá conseguir el hombre lo que consigue casualmente la naturaleza sin esfuerzo.

 Sé que lo accidental no es casual y que el espectáculo lo ponen las crisis en el instante traumático de su eclosión. Las causas son las condiciones que con el tiempo petrifican las huellas de dinosaurios dejadas en el barro. Tantas veces las razones alcanzan tiempos lejanos, fuera del alcance de la memoria convencional que utilizamos.

 Es una locura construir rascacielos cada vez más altos, no se demuestra por ello más inteligencia que los que pusieron en pié el primer menhir, simplemente las condiciones con el tiempo y la técnica, han variado. No me extraña que los diplodocos se hicieran cada vez más grandes, atrapados por el instinto de explotar cualquier superioridad plausible, aunque al fin un cambio de condiciones demostró la fragilidad competitiva de estos mitos que se median por toneladas.

 Yo creo que estamos inmersos en una crisis que abarca mucho más allá que lo que pueda condicionarla una economía determinada de mercado, pero también sé que las soluciones suelen ser rocambolescas y que necesitan de tiempos sin límite para demostrar su competencia. Vengo a elucubrar que el paso que la humanidad tiene pendiente, el salto que nos propondría horizontes completamente nuevos y relucientes no tiene nada que ver con esta locura que vivimos y que nos colapsa el futuro. Habríamos de interiorizar que esto de dejar huella no tiene el menor mérito ni sentido, que un gusano la deja. Constatar que no por tamaño se perdura mejor en el tiempo para abandonar estos espectáculos colosales que montamos con y por cualquier cosa. 

El hombre se siente cómodo, le excitan los retos difíciles. Nos gusta luchar por imposibles, llegar a la luna, pero debemos ser más inteligentes. Hoy mismo, probablemente, ganaría la carrera en una supervivencia exigente mucho más quien nada tiene que el rico más rico. Los recursos naturales para enfrentarse a la escasez son infinitamente superiores en un mendigo. En un colapso del capitalismo, África volvería a ser un paraíso. El reto no está en ponerle más kilos, más kilómetros, más dinero, más altura, más velocidad, más lo que sea donde sea, sino en poner menos conservando lo que nos beneficia, guardando lo que da calidad a la vida. La exigencia más remarcable no está en dejar espectaculares huellas y montones de mierda, en esto superaremos sin problema cualquier record posible, sino en borrarlas cuidadosamente con la estrategia impune que persigue el homicida. La sociedad adquirirá su madura perfección cuando aproveche la tecnología avanzada para dejar los mares intactos, la atmósfera pura, los ríos limpios, los paisajes naturales, una población contenida o sea un mundo en esplendor y no este desecho miserable a que nos abocan los sistemas especulativos. El éxito imposible por el que luchar es conseguir dejar la tierra como si ningún ser humano la hubiera pisado. Este si es el gran reto.

 Así luego, en este futuro imperfecto, cuando nos invadan los agresivos alienígenas especuladores de otros planetas contaremos con la ventaja de mantener nuestra superioridad oculta, perfectamente camuflada dentro de un variopinto mundo floreciente.

 Aunque no creo que los extraterrestres pierdan el tiempo en visitarnos, ni que la humanidad necesite de regresión alguna tipo el buen salvaje sino que deberíamos afanarnos en encontrar una sofisticada sabiduría que cuide la casa y despeje el futuro como la humanidad merece y necesita. A la mierda los manuales de esta ley de la selva que siempre nos supera.

20 octubre 2008

Cruzando un mundo


Fuera del marco está todo, pero no sirve de nada.

Ahora, de buena mañana, lo que se irá precisando aún no está definido, como el blanco lienzo que a menudo desafío. Este es mi albedrío, llenar de material diverso los límites que dispongo, en gran parte obligado por la radicalidad de lo que acontece, pero también con capacidad de recrear mundos que moldeo a mi medida. Mundos a la altura del nimio, arbitrario y confundido dios que consiento me aturulle, enrabietado con sus limitaciones, comprometido en tareas inútiles, reciclado en cronista de lo que creo que sucede, filtrando constantemente por preciso tamiz con sedal recién apañado lo que hasta ayer pretendía conocer, para reelaborar una nueva y reluciente sabiduría con fecha de caducidad a pocos días vista.

Viajo de espectador pasivo mirando por la ventanilla el paisaje que pasa volando y que, por más que siempre es distinto, mi distraída atención confunde y uniforma. Viajo enfrascado en mi mismo, absorto en geografías íntimas más precisas que los de la cambiante realidad. Viaje que aprecio, acota un paréntesis al monótono presente que pasa veloz, sin otras preocupaciones que imaginarias penalidades de catástrofes que acechan indefinidas.

A veces me siento como pájaro alicaído que picotea en lo que acontece y que contempla con angustia la cada vez más débil voluntad de involucrarme en la actividad que percibo alrededor. Prefiero caer en constantes reflexiones que me alejan de los crudos, instintivos y cotidianos campos de batalla.

No varía sustancialmente el sol que nos cobija, nos distingue la sombrilla, las barreras que cruzamos entre nosotros y lo que se nos resiste o molesta, la lenta configuración de una intratable humanidad autista, abobada en mezquinas y absurdas cuestiones particulares.

Pienso: el paisaje no es tuyo, ni tan siquiera el que encuadras posesivo con tu cámara, el que enmarca la ventana del edificio que te protege, el que fluye desmaterializado desde cualquier vehículo con los que huyes sin descanso de los sitios.

Bajo veloz, mientras percibo más que veo el Mediterráneo a mi izquierda. Viajo anclado no sólo por el cinturón sino también por el aire acondicionado, por la elección de sintonías musicales, por el exceso de equipaje que revienta el maletero y que me protegen como talismanes de un mundo de poco fiar. Cruzo el país amparado por las barreras que me guardan de lo que ocurra más allá de mi fortaleza motorizada, de los estrictos límites de la autovía donde circulo o de los ambientes que elijo con cuidado en las ciudades que visito.

No guardé nunca afición por los viajes concebidos para explorar lo que viene detallado cronológicamente en las guías que distinguen lo que se debe ver y mirar con atención y me cuesta cada día un poco más cultivar la espontaneidad o el trato afectuoso con la gente que encuentro de paso receloso por el obligado y constante intercambio de educadas cortesías con desembolso económico, orillada cualquier resto de hospitalidad por saturación de vecinos, conocidos, inmigrantes, turistas y forasteros, perdida en definitiva la simpática curiosidad por cualquier semejante al que no le distinga el brillo de la fama.

Constato desde mi protegido observatorio rodante que las provincias cambian por la ficción de un rótulo, que los barrios de las ciudades son intercambiables, que los mismos pueblos, castillos, iglesias y monumentos parecen repetirse sin desmayo como los menús corrientes caligrafiados bastamente con yeso en las pizarras de los comederos a base de cerveza o vino, ensaladas, jamón, fritos y queso.

Me distraigo de la agobiante monotonía circundante con los florecientes disparates urbanísticos, con aquellas excentricidades locales que consiguen sorprenderme, con las pequeñas diferencias de aspecto, de trato, de acento que como rugosidades se manifiestan rebeldes sobre la uniformidad general.

Los paisajes pasan sin apenas sufrirlos, nos mantenemos apartados de su peculiar naturaleza por insalvables distancias de todo orden y sólo celebramos su acotada belleza desde reductos consentidos, apropiados para estirar las patas unos minutos y guardar a través de un objetivo, registro digital de que allí estuvimos. Asomamos luego la cabeza, en las ciudades que visitamos, en idénticos aparadores de similares barrios comerciales donde se venden los mismos productos que la que ayer pateamos, y aceleramos intranquilos cuando nos perdemos por descuido en barrios poco transitados o marginales. Y así pasan las horas, los días, las semanas, hasta llegar a añorar los márgenes conocidos, las frutas, las verduras, los amigos, el mismo trabajo que hace poco sufríamos, la cama, el aire, o el mismo cielo que pretendemos nuestro y que llegamos a creer que se estableció para cubrir el lugar donde vivimos.

15 octubre 2008

Más engaños


Desde la primera palabra el engaño está servido. Andas buscando, iluso, la escueta verdad y topas con un infranqueable muro escondido tras la fe con que apañamos nuestras carencias. Para contar lo que cuento; cuente lo que cuente; parto de un principio que asumo como verdad y no pienso repetir lo que pienso de ella. Este es el primer engaño. Arrimo luego con descaro el ascua a mi sardina. Escojo con cuidado palabras, sentimientos, razones inapelables (no existen), y hablo o escribo con voluntad indomable de convencer a la concurrencia y, de regalo y a un tiempo a mí mismo que a menudo conviene. Ando enfrascado en el trance de argumentar con todas las armas que dispongo: agudeza, simpatía, sinceridad (¿de donde salió esta), honestidad (¿quien decide que lo es?), claridad, proximidad y lo que sea, apoyándome si no tengo suficiente con estas cualidades, en el miedo, en la pena, el dolor, todo para satisfacer el regalado don de la palabra, para exigir que existo, para saber que soy, para notar que vivo. Aquel que mejor embauque con sus teorías al vecino, quien logra secuestrar la atención de la audiencia con su discurso, quien consigue convencer a pesar de su segura terciada visión de la realidad, de su sentido particular del equilibrio, de sus específicos gustos, sus proyecciones interesadas del futuro, sus historias concurrentes, este será quien se sienta más comprendido que es a lo que en el fondo todo el mundo aspira.

No es de extrañar que lo que llamamos inteligencia sea un subproducto de la sociabilidad, porqué la inteligencia es el arte que nació explotando las habilidades para convencer y las palabrejas explotar y habilidad tiene su razón en el engaño.

Ya ven, intento convencerles de que vivimos en los apaños, también creo que todo el mundo tiene el derecho y hasta quizás la obligación de vivir en la verdad absoluta sin que tenga porqué percibir en ello ningún tipo de desajuste y así es, ha sido y será, como decía mi abuela.

Yo, es que, lo que digo, para que llueva a mi gusto, es que, si pasáramos de mentirnos con absolutos inaccesibles y llegáramos a entender que lo más importante es vivir a gusto con los vecinos, y vecinos somos todos los que en la tierra estamos, nuestros argumentos se apoyarían en lo que debería ser de ley sin discusión: el bien común. Debemos sospechar que en cualquier otra teoría hay algún engaño del que nos servimos para satisfacer las tropelías de nuestra ínfima voluntad igualitaria. Así siempre acabamos sucumbiendo a pesar de que nuestra felicidad depende de los otros, en sentirnos especiales, distintos y no solo esto, sino que estamos dispuestos a demostrarlo utilizando trampas a espuertas con razones sin argumentos o argumentos sin razones, que más da, y amparados en terciadas verdades ficticias acabamos por enredarnos, que tristeza, a nosotros mismos.

Lo que nos une es lo mismo que nos separa irremediablemente, o…. ¿tiene remedio?

12 octubre 2008

Engaños



Yo mismo no me entiendo pero seguro que para un listo soy elemental. Esto me tiene preocupado, más que nada porqué me irrita aquello de que me utilicen. Por esto, a pesar de que en general no recelo de nadie, ando atento con los que me parece se dedican a extorsionarnos y no me refiero exclusivamente a la explotación económica, sino a la que generan aquellos que insisten en dirigir y manipular nuestras opiniones. No es sólo una pura cuestión estética, no me parece bien que se me imbuyan ideas que puedan ir en contra de mis intereses o de los intereses generales de la mayoría de la población, o sea que me jode que me jodan o nos jodan sin enterarnos.

Me lo dijo Joan cuando andaba batallando con la parte técnica para desarrollar el proyecto de un inmenso reloj de cuarenta metros de diámetro a base de leds. Se encontró con el problema de que en los extremos de algún número, no había espacio suficiente para colocar el led que le tocaba y trataba de explicarme que, aunque desde lejos no se delata su ausencia a simple vista, el cerebro puede notar el defecto e intuir la incorrección.

Es probable que no sea listo, pero recelo de lo que esconde engaños.

Recupero estas líneas escritas hace un tiempo y que no vieron la luz en su día, porqué me parecen pueden asociarse al clima de crisis que se abate sobre nosotros. Le doy a tamaña insensatez financiera, que tragaremos sin remedio, la solemne categoría de monumental desgracia global, adjetivo ajustado a la inapreciable lucidez que me regalan los textos de AAOIUE.

Joan, al que tengo más crédito que él que le confiere su título de ingeniero, me contaba paseando por el Montsià la anécdota de lo que es la bolsa y digo anécdota por su natural dependencia a la increíble fe del ludópata. Todo empieza cuando emprendedores sin el suficiente dinero para determinados proyectos se asocian para crear empresas conjuntamente. Ponen el dinero apropiado y expiden un documento donde consta lo que cada uno ha invertido. Resumiendo, es un reflejo del valor nominal de las acciones. Hasta aquí todo perfecto, pero en esta sociedad todo se compra y se vende y no por lo que cuesta sino por el precio que estén dispuestos a pagar. Así, las empresas que funcionaban bien y daban beneficios encontraban compradores de sus acciones por encima de su valor. La bolsa es el mercado que se ocupó de esta mercancía. Aquí termina lo substancial, todo lo que viene a continuación entra en terreno de lo especulativo o sea de lo intangible, imaginativo, irracional o casual y por lo tanto caldo de cultivo de la mala fe que estos señores explican de maravilla

Me subleva la dependencia a la palabrería. Me irrita y asusta que la sociedad dependa de que la fe en el todo va bien la sostenga. Y es que la fe, digan lo que digan los creyentes tiene unas bases frágiles. En defensa de mi integridad psíquica, para no perder el tiempo, reconvengo en que casi todo es inevitable y…., y esto lo doy por seguro, hay otros mundos mucho peores que los de este cacho que hasta ahora me tocó lidiar. Así, un día, quisiera luchar por la consecución de este mundo mejor que todos guardamos en nuestras entrañas y me siento traicionado por multitud de deslealtades de la gente que me rodea y otro me resigno más que me conformo con las comodidades que mi situación me permite disfrutar y me hago el longuis.

Sé que no somos santos y por ahí me acosa una contrita desazón. La desidia, la dejadez o el abandono general de valores que todos deberíamos seguir para dar ejemplo y que sirven para hacer habitable la sociedad, deterioran hasta lo insoportable el crédito que nos merece el actual montaje. Debemos empezar a volver a pisar el suelo firme de lo que realmente importa. Me parece que es urgente meditar con rigor que es lo que íntimamente necesitamos de verdad y no sólo en el aspecto material y actuar en consecuencia a partir de estas prioridades.