30 marzo 2008

Equilibrios

El equilibrio es un estado que no está al alcance del ser vivo. La palabreja y su condición se convirtieron de pronto en objeto de deseo para una buena parte de nuestra zarandeada sociedad. No puede, ni me debería extrañar la fe depositada en sus pretendidos beneficios pues he padecido estos últimos años un infierno con las angustias provocadas a cuenta de desequilibrios varios. No nos da con los dedos de las manos ni aún sumando todas las patas si ciempiés fuéramos, para contar las múltiples crisis que continuamente padecemos, astenias primaverales aparte. Empiecen a contar sin miramientos, cumpleaños con sus tristes decenios, desajustes provocados por la pasión amorosa o por cuestiones de salud, o de dinero, o líos familiares, o de política, o de competencia, o de orgullo, o de cualquier tontería con la que nos empecinemos. Los desequilibrios nos afectan como parte no declarada del trato que conlleva la condición de existir. Así el admirado espectáculo de los equilibristas al borde del abismo es un fiel reflejo de lo que nos tocará lidiar viviendo. ¿Que tiene pues de raro que andemos como locos buscando el tan ansiado equilibrio si sus virtudes, insinúan nos liberarán de toda desdicha?

Es triste de aceptar, pero parece que las soluciones que tenemos para combatir las crisis de estabilidad que padecemos son las mismas que las del esforzado equilibrista de la cuerda floja: andamos hacia delante o hacia atrás, corremos o vamos lento, a trompicones braceamos, nos encorvamos y contorsionamos sin freno, incluso durante un instante parece que quedamos quietos. Nos valemos de tanto gesto y aspaviento que en algún momento parece montaje ritual, pero todos sabemos que lo que importa es no caer de bruces en el duro suelo donde espera la fatídica imagen de inmóvil quietud.

Así enumerando desdichas innumerables es bueno cuestionar nuestras maneras de enfrentarnos a lo inevitable pues en el intento de mantener una equilibrada compostura desfiguramos siluetas, formas, principios, objetivos y resultados. Resumiendo, hacemos concienzudamente el ridículo más espantoso y luego resulta que todo este vivir en tan compleja condición funámbula no da para ser feliz y que la felicidad se encuentra extraviada en los tres pasos o pases perfectos y saludos desde el tercio, en aquellos mágicos momentos que casualmente olvidamos que estamos en peligro y andamos como si nada, iluminados con la fluidez que marca el tiempo, aunque cabalguemos en la puta cuerda floja.

Y es que pienso deberíamos olvidarnos del espectáculo que sin respiro nos acosa y zarandea y nos sume en estados de vivir catalépticos en esta aldea global llena de hipnóticas luces de colores que nos alejan sin remedio del fluido respirar que deberíamos acompasar con el tiempo y la felicidad de estar vivos. Y gozar de la compañía del inestable movimiento durante todos y cada uno de los segundos que ganemos al traidor, triste, fijo y hermético equilibrio.

Aunque el espectáculo es el espectáculo y yo creo que nuestra condición dominante en el mundo de la vida no está en la habilidad de las manos, ni en la potencia asombrosa del cerebro, ni en cualquier otro peregrino argumento, sino en la extraordinaria condición de bípedos que nos adorna. Mantenemos desde hace años la atención de toda la zoología por nuestra erguida planta y nos admiran y nos temen por el espectacular, milagroso y majestuoso equilibrio que con inapelable y orgullosa dignidad mantenemos sobre solo un par patas.

08 marzo 2008

Cansancio


Soy un bobo perezoso que se apalanca con facilidad en la comodidad de no hacer nada. Al contrario que a los favorecidos con caracteres enérgicos, no sufro estando inactivo, es que casi ni me aburro. Pero a pesar de esta débil voluntad para la acción, trabajar cansa decía Pavese, no puedo evitar que entre las rutinas que me vencen anide un discreto pero efectivo caudal de cambio. Así es que me zarandea a menudo un gusanillo que me impulsa a cuestionar lo que se me convirtió en norma.

Siento ahora que ya escribí suficiente. Sé que puedo hablar, con habitual poca fortuna, de cualquier cosa que se refiera a mi persona o personajes. Elijo lo que quiero oírme en este momento mientras oculto deliberadamente a los monstruos que presiento, es un juego. No domino este arte y esto me agrada pues considero que la técnica oculta más que muestra y mi paladar celebra los sabores primitivos, pero al fin, esta falta de habilidad me deja con pocos recursos y se me agotó el tiempo de aprendizaje.

No me aburre hacer siempre lo mismo, pues mis actividades ordinarias son desde hace un tiempo una deplorable colección de hábitos, pero dentro lo habitual de mis costumbres, las actividades figuradamente creativas son las únicas que se reservan el derecho de revolverse hastiadas y protestar cuando en exceso me acomodo.

Para un vago impenitente como yo, representa un tormento el incontrolable deseo, cuando me posee, de abarcarlo todo. Me excita hacer cosas nuevas, engreído, pienso que puedo con todo y que si me lo hubiera propuesto seria un buen arquitecto, un buen filósofo, un buen cocinero, un buen carpintero, una buena ama de casa y no es cierto. El hilo que cose todos mis afectos y con el que guardo una frágil fidelidad es el dibujo, a él me aferro en momentos delicados. Esta dedicación intermitente a las labores artísticas no me dio gloria alguna, pues el éxito exige en todas partes, si el azar no lo remedia, dedicación, trabajo y fidelidad a las obsesiones particulares, hábitos antagónicos a mi tendencia de deambular por comodidades caóticas. Lo cierto es que no llegando a excelente en lo que más esfuerzo he dedicado, ¿qué es lo que me permite suponer, así, a bote pronto que puedo con cualquier otra actividad? Nada se perderá pues, si sigilosamente ocupo más de mi poco tiempo en dibujar.

Aunque no debe predicar lo que ocurrirá en un futuro inmediato, alguien dispuesto a aceptar por comodidad, lo que el azar o el destino le tenga reservado.

01 marzo 2008

Andar entre hábitos


Si en mi casa tuviera colgado el cuadro Las Meninas de Velázquez, que es casi mi único mito, seguro que se daría el caso de que a pesar de que no me cansara de contemplarlo, iría perdiendo el interés que se merece y despierta cuando solo lo puedes admirar de vez en cuando. Por suerte la evolución nos equipó, además de con cinco o seis sentidos, con un buen par de patas. Esto de las patas es muy útil para huir y también para esto del aburrimiento, y son esenciales para uno de los mayores placeres que conozco: andar al azar por laberínticos tramados de calles en ciudades que desconocemos.

La voluntad de andar, que es un motor que nos impele a ver cosas nuevas, no parece en un principio que sea nada conflictivo pero lo acaba siendo por diversas causas, las más comunes, el cansancio que se acumula al repetirse la sensación de estar viendo constantemente lo mismo, o cuando las cosas nuevas no te producen la anhelada sorpresa sino desasosiego, o cuando ya no te apetece ver cosas nuevas. Son cosas de la edad y suelen ocurrir cuando las patas ya no están para muchos trotes.

Así pues el cuadro de Las Meninas, colgado en el comedor de mi casa, como en cualquier otra casa, tiene que ver con la muerte. La muerte, se arremolina sin querer en las casas de los viejos, casas convertidas en museos de reliquias y también en refugios que desde fuera pueden vislumbrarse como tumbas. Es inevitable, como la sensación de que en las modernas residencias minimalistas ultramodernas sobran los viejos. Estos son sentimientos antiguos que recupero para constatar que quizás la mejor vida para los viejos sea en las casas de sus hijos, con sus nietos, o sea en un limbo entre lo viejo y lo nuevo. La modernidad arrasó con todo ello.

Las patas son importantes, contando que además de lo predecible que resulta el que sirvan para moverse de un lado para otro, está el hecho de que, limitaciones físicas o accidentes naturales aparte, no hay nada que les impida ir hacia donde les apetezca. Así por culpa de este par de elementos móviles se pierden los niños, los abuelos, los cónyuges y hasta nosotros mismos. Acostumbrados como estamos a elaborar nuestras teorías en base a pautas de movimientos, por reacciones repetidas, en exactas formulaciones físicas o matemáticas, nuestro caótico andar parece impredecible. Esto no es del todo cierto ya que como hace tiempo descubrieron los naturalistas, todos los bichos acaban siguiendo los mismos caminos, o sea, al parecer hacemos siempre las mismas cosas.

Cuando me siento prisionero de lo que dicta un autoritario destino me pregunto si vale la pena el esfuerzo que dedicamos en mantener toda una galería de ficciones en cuestiones vitales tales como cultivar una cierta curiosidad, tener intereses del tipo que sean, cuidar el aspecto personal, acariciar deseos de cambio aún que sepamos que nada sustancial va a cambiar, adquirir conocimientos nuevos, en fin, aparentar que somos aptos para disfrutar y vivir, mostrar que las cosas nos van estupendamente, y siempre, por ahora, siempre me respondo que sí, que sí vale la pena.

No es superfluo el frenesí de limpiar la casa para que reluzca como nueva, o mantenerla con cierto abandono para que no pierda el encanto de lo activo. Son opciones personales con sentido. Pero cuando se convierten en fijaciones tienen el efecto contrario al presumiblemente deseado. Nuestros hábitos se convierten en refugios que aunque parezcan saludables o simplemente inocuos acaban convirtiéndose en surcos profundos que nos entierran de por vida.