24 junio 2007

Receta


Pues a traición ocuparon este espacio y me conformé en atender por un tiempo el mirar por la ventana, igual que siempre. Pero, ayer, para cenar, preparé un plato excelso y al degustarlo me dije que sin excusa debía poner la receta al abasto de quien quisiera.

Hace años que dejó de agradarme la melancolía y ocurre que en cuando menos me gusta más me visita. Una etiqueta común para recrear una de sus clásicas imágenes sería casi sin duda un paisaje de otoño en la alta montaña. Para evitarme este hechizo de postal pasaría si pudiera esta estación donde se muestra discreta, alejada sin remedio de mis Pirineos, aposentada en la dulzura del Mediterráneo y aún más, cobijada en la capital donde las estaciones andan despistadas entre tanto cemento.

Yo creo que lo que más duele del otoño es su belleza, el dorado discurso de la decrepitud, el presagio del invierno y lo que me mantiene una suerte de ilusión con su llegada son las setas y es así que luego, ya inmersa en su afecto, quedo sorprendida de su delicado trato y al fin acabo disfrutando de lo que antes recelaba. Saturado de este color el ánimo, puede una enfrentarse luego con serenidad al invierno.

Pero debo hablar ya sin tanto preámbulo de las setas, el tesoro deseado que se esconde en el humus del bosque y con exaltación recolecto entusiasmada cuando aparecen. Es este paso, una dulce terapia para los adormecidos sentidos ciudadanos que despiertan de pronto sorprendidos en quehaceres como para los que fueron ideados. Así constatamos que el bosque no queda tan lejos y percibimos, si atendemos, remotas sensaciones de antiguas experiencias, quedando en disposición de disfrutarlo.

No hay placer sin coste y el trabajo de limpiar las setas pieza a pieza con la delicada caricia de un paño tiene el premio de despojar de indeseados inquilinos el apreciado manjar y también el de poder luego admirar su escueto dibujo, recién aseadas, en la desolación del mármol que atiende los fogones. Ninguna carne acepta como ellas, con tal extrema pulcritud, el corte de un cuchillo y una vez troceadas me río de paso de los vecinos franceses y alabo con devoción nuestro ajo y el brillante aceite y el verde perejil picado y la picante pimienta recién molida y el fuego que todo lo anima y la sal que con usura dispongo.

Cien aromas invaden la cocina y embriagan el aire de la casa en el tiempo que discurre entre que las setas desprenden su líquido elemento hasta que lo reabsorben a fuego lento y…..a degustarlas y…..este cuento colorado aquí acabaría si no fuera que después de las perdices queda aún pendiente toda la vida y como consuelo a su magnitud y rigor bien se merece la siguiente parte de la receta.

Aunque por ser tiempo de abundancia puedan los sentidos estar embotados de tanta seta, hemos de preservar la suficiente serenidad para prevenir su futura carestía. En mi caso embolso los excedentes de tal guiso, cuando lo dispongo en exceso, en plásticos que guardo en arca helada.

La segunda parte de la receta es también receta aparte. Se apoya en la base de un clásico y jugoso estofado de ternera, tal como el que ustedes sepan y gusten al que añadiremos, diez minutos antes de quitarle el fuego una bolsita de setas previamente descongelada. Sea cual sea la bondad del guiso mejoramos la carne con su mejor aliada. Sed generosos con la cantidad pues el plato del que hablo no quedó aún completo.

Lo que salvemos en la mesa que a veces difícil se pone, del estofado con setas, lo atesoraremos en la nevera, y en otra noche de certera y feliz previsión le añadiremos unas patatas buenas y caldo o cubito y agua y señores, que no les voy a contar, cuando estén las patatas tiernas tendrán a su alcance la más increíble receta. Se lo prometo. Nunca la esencia del bosque penetró con tanta profundidad en un plato. Es seguro, se lo digo, pecado, tal es el placer que lo acompaña. Esta fue mi cena.

02 junio 2007

Equilibrios


Hace días que sueño historias irreales que se mezclan con formulaciones matemáticas. No logré en mis desvariados años escolares interesarme por las matemáticas aunque conservo de esta materia el dulce recuerdo de las pequeñas satisfacciones conseguidas resolviendo con alguna magia nimios problemas de cálculo elemental, y a día de hoy, y con la capacidad de aprender casi agotada, atesoro débilmente la sensación de que es en aquellos abstractos parajes donde aún podría encontrar algún resquicio donde conseguir estos estados de puro equilibrio que retuercen mis sueños.

Viene esto a cuento y a cuenta de la querencia que, de un tiempo a esta parte me inclina a buscar razones o fórmulas, equilibrios al fin, que pienso puedan servirme para sedar las heridas de la angustia, aunque cuando gentilmente me invade el alegre optimismo no descarto que mis pesquisas solo sean simple curiosidad o juegos contra el aburrimiento.

Ya sólo me quedan unas miserables porciones de voluntad para dedicarlas a saber y las limito al conocimiento que se consigue a partir de la experiencia o se nutren de la asombrosa capacidad de que todos gozamos para hacer nuevas lecturas una y otra vez de la vieja memoria. Así pues, todo lo baso en lo que pueda desmenuzar y comprender por mí mismo y en lo que intuyo que nunca conoceré.

Así pues ayer intuí, alojado en perímetros donde inexplicablemente quedo de vez en cuando colgado, que estos trabajos derivan al fin sin pretenderlo en un libro de instrucciones que con descuidado trazo elaboro de manera desordenada para descifrarme. Por aquí se debería buscar las causas de esta tardía, inútil y farragosa imposición disciplinaria que me obliga a medir con cuidado el sentido de las palabras intentando en lo posible alejarlas de malos entendidos.

Estas elucubraciones me sumergen unas veces en los orígenes, otras en lo esencial, estratos desde donde se desenmascaran muchos de los engaños que mecánicamente cultivamos. En los trabados automatismos tejidos día a día a través de los tiempos es donde pienso se ocultan las respuestas a muchos de mis interrogantes. La compleja urdimbre de nuestra personalidad y de la sociedad donde vivimos se torna a veces frontera infranqueable, pero no me desanimo. Yo voy tirando de los hilos esperando deshilachar el tejido, hacerlo legible. A veces pienso que es demasiado trabajo para una tarea abocada sin duda al fracaso, no obstante sigo queriendo creer que estos hilos que se me quedan solitarios e inertes entre los dedos, increíblemente simples fuera de sus contextos, me servirán para encontrar claves para los desasosiegos o al menos, como dije, me apaciguarán el aburrimiento o la curiosidad.

Aunque sin soluciones reparadoras milagrosas, al fin y a tiempo de valorar el consuelo conseguido en tales buceos, me quedo de natural insatisfecho, con la irritación de constatar que no me conozco, ni tengo, (porque dudarlo), ninguna posibilidad de conocerme y que aunque no puedo estar contento con este personaje que no es dueño de si mismo y que anda anclado por dudas, lagunas y recovecos intransitables a todas las inseguridades posibles, al menos sé que esta es, para bien, mi condición, aunque con estos mimbres me parece a menudo grotesco, hasta risible, la pretensión de intentar entenderme, entenderos y no digamos de creer que puedo graciosamente dominar esto que llamamos vida.